En estos días de miedo y furia, marcados por la amenaza del yihadismo global, se prodigan en los medios las denuncias de la erosión de la cultura occidental, la cultura de la razón y de las libertades, que estaría siendo arrasada a causa de la entrada masiva de inmigrantes, de la ideología de lo políticamente correcto y de la blandura de nuestros gobernantes. En esta coctelera se agitan elementos de muy variada densidad, así que conviene distinguir para aclarar.
 
Lo primero que es necesario decir es que la crisis de la cultura occidental viene de muy lejos. Sin entrar en disquisiciones histórico-filosóficas, que no vienen al caso, podríamos situar una fecha clave en el mayo del 68. Así que algunos profetas de la catástrofe no han madrugado precisamente. Para quien desee profundizar en serio, recomiendo releer la encíclica Spe Salvi de Benedicto XVI. Es cierto que el momento actual es dramático, pero su incubación ha sido larga y muchos no movieron una ceja.
 
Desde hace decenios las mejores tradiciones cívicas y la cultura popular de nuestros países europeos se ven erosionadas, carcomidas, resecas, a veces ridiculizadas hasta lo grotesco por una leadership intelectual y mediática que ha jugado a la autodestrucción en nombre de aquellas utopías sesentayochistas. Unos políticos generalmente escasos de bagaje cultural y de coraje moral han contribuido a la faena, pero tampoco les demos un protagonismo que no merecen. Resulta un tanto falaz culpar de este deterioro a la entrada masiva de inmigrantes y refugiados de distintos lugares del mundo.
 
La cultura pública occidental (especialmente la europea) ha ido perdiendo su savia griega, cristiana e ilustrada, de modo que a veces cuesta encontrara algo de sustancia incluso en aquellas celebraciones que siguen concitando un enorme consenso social, como es el caso de la Navidad. Desde luego los responsables no son los inmigrantes. Lo son nuestras élites intelectuales, nuestra anémica sociedad civil, y también quienes nos quejamos amargamente pero somos incapaces de recrear la tradición como hecho vivo y relevante. Ahí tenemos tarea: fatigosa, apasionante, arriesgada. Faltan brazos y sobran lamentos. Y será una preciosa ocasión de diálogo y construcción común para creyentes y agnósticos, cristianos y miembros de otras confesiones.
 
Pero en todo caso, la respuesta a este mal (al menos es buena noticia que empiece a reconocerse como tal por muchos) no puede consistir en traicionar uno de los rasgos fundamentales de nuestra identidad europea: el de la acogida, el derecho de asilo, la primacía de la dignidad humana y el imperio de la ley. Eso no significa que no se hayan cometido errores en la gestión de la política migratoria, que siempre requerirá ajustes y correcciones. Por cierto, muchos guetos culturales y sociales en las ciudades europeas se alimentan también de un laicismo trasnochado que se resiste a cambiar, pero de eso se habla muy poco en las protestas contra el deterioro de nuestro modo de vida.
 
La denuncia de las utopías ideológicas que proceden del 68 es necesaria, pero no tiene nada que ver con levantar nuevas “Líneas Maginot”, tan inútiles y patéticas como aquella de 1939 en Francia. Como decía límpidamente hace unos días el cardenal de Viena, Christoph Schönborn, “si la herencia cristiana de Europa está en peligro, se debe a que los europeos la hemos dilapidado, y eso no tiene absolutamente nada que ver ni con el islam ni con los refugiados… está claro que a muchos islamistas les gustaría aprovecharse de esta situación, pero ellos no son los responsables, lo somos nosotros”. Lo ha dicho también, con descarnada claridad, la canciller Ángela Merkel, tan injustamente denostada en estas fechas: “El problema de Europa hoy no es demasiado islam, sino demasiado poco cristianismo”. Y esto lo pueden compartir muchos agnósticos. Empecemos por ahí.