Un día sí y al siguiente también, están llegando a las costas españolas pateras, balsas neumáticas y barcos “humanitarios” cargados hasta los topes de africanos, de modo que, o mucho me equivoco, o vamos a tener problema para rato, para años, porque los propios gobernantes de aquellos países de los que parten las oleadas emigratorias parecen muy interesados en ella.

De esa forma logran aliviar la presión demográfica que sufren todos ellos. Si a ello se añade que pueden conseguir ingresos extra mediante la ayuda exterior, no puede esperarse que cambien mucho las cosas. África es el paraíso de los gobiernos cleptómanos. La corrupción está de tal manera extendida, que cualquier ayuda económica que se les preste para atajar la hemorragia emigratoria puede que se emplee en Dios sabe qué, o en beneficio de quién, pero no en mejoras internas que disuadan a los nativos de la aventura suicida de la emigración. Suicida por las condiciones tan arriesgadas en que lo hacen. Peor que lo hacían los negreros de siglos pasados.

Aparte de ello, tenemos la participación en el trasiego migratorio de esos barcos de ONG, en apariencia de asistencia humanitaria, pero en realidad colaboradores de un problema que contribuye a la desestabilización de los países europeos, invadidos por nuevos poblados chabolistas y manteros de productos falsificados que se han convertido en pesadilla de comerciantes de muchas ciudades y en amenaza de la paz de sus habitantes.

Cierto que las grandes migraciones humanas constituyeron la médula de la historia de la humanidad, pero generalmente en perjuicio de los primitivos moradores de cada lugar, que fueron exterminados o sometidos a servidumbre por los invasores de su territorio. El relato bíblico es el paradigma de unas tribus errantes que fueron dando tumbos y vueltas por lo que hoy llamamos Oriente Medio hasta lograr establecerse definitivamente en la Tierra Prometida, situada en el fértil valle del río Jordán, pero expulsando de ella a los grupos que la ocupaban anteriormente.

Tampoco tenemos necesidad de mirar a ningún ejemplo lejano para entender la clave del fenómeno migratorio. Basta mirar a nuestra propia historia ancestral. Iberos y celtas fueron pueblos que entraron en la península más tarde llamada ibérica, donde se asentaron y echaron raíces. Después pasaron por aquí otros turistas, suevos, vándalos y alanos. Parte de los suevos se quedaron, pero los demás se fueron como vinieron, arrasando todo lo que hallaban a su paso. Luego aparecieron las grandes potencias de la época –Roma y Cartago–, que ejercían el dominio y expandían cultura, pero no traían consigo nuevas oleadas migratorias.

El imperio romano, envejecido y carcomido por las rencillas internas, dio paso a los “bárbaros del Norte”, en nuestro caso a los godos, un pueblo originario de Anatolia, con parada y fonda en el centro de Europa. No fueron muchos los que vinieron. Según diversas estimaciones, entre 130 mil y 150 mil individuos, Una minoría exigua para una población total de unos siete u ocho millones de habitantes que tenía entonces la península, pero rudos y vigorosos, que sustituyeron en el puesto de mando a la administración romana que se diluyó como un azucarillo en una taza de café.

De fe arriana, con el el rey Recadero a la cabeza, en el III Concilio Toledano (año 589) abjuraron de ese credo y abrazaron el catolicismo, desde entonces santo y seña de este país hasta nuestros días, a pesar de que nuestros enemigos, externos e internos, han intentado destruirlo en repetidas ocasiones corroyendo la argamasa religiosa que le dio sentido, unidad y coherencia históricas.

Para terminar, la avalancha migratoria que padecemos tiene mal cariz. Temo que haya sujetos y hasta estados interesados en perturbar el relativo sosiego y prosperidad que proporciona la Unión Europea, después de tantos siglos de guerras feroces entre vecinos. No olvidemos, por tanto, que el primer enemigo lo tenemos en casa, y el actual gobierno nacional no es totalmente ajeno a ello. Sigue la estela de Rodríguez Zapatero, el de la memoria histórica, pero va más allá desenterrando cadáveres y rencores cainitas. Confiemos que en unas próximas elecciones cambien las cosas y recuperemos algo de lo que siempre fuimos.