Es lo primero que nos encontramos y es de lo último que despedimos: nacemos en el ámbito de una familia y es esa familia la que nos dice el último adiós. Pero esa realidad se alarga para poder comprender desde su clave y el significado de su metáfora lo que propiamente es la comunidad cristiana, puesto que la Iglesia es también una familia.
 
No hay sondeo de opinión o encuesta que se precie, que no vuelva a poner en valor la altísima estima que goza la familia. En ese contexto venimos a la vida y allí somos acogidos. Allí damos los primeros pasos y vamos absorbiendo los valores y perspectivas que la gente que más nos quiere nos va transmitiendo como mejor puede y sabe. Pero sobre la familia hay tantas miradas, tantas expectativas, tantas pretensiones, tantos logros felices y tantos fracasos y heridas. Estamos en un momento en el que no siempre y no por todos se protege y se acompaña a la familia. No es halagüeño el horizonte que se dibuja, y sin embargo hay un hilo de esperanza cuando volvemos a reconocer que «en el corazón de cada hombre y de cada mujer se alberga un deseo de plenitud que solo se alcanza en la comunión de vida, no desde la soledad» (cardenal Müller).
 
Efectivamente, Dios es comunión de personas y nos hizo a su imagen y semejanza, como una familia. No es algo, por tanto, que pueda ser considerado baladí, opcional, culturalmente coyuntural, sino algo que responde a la voluntad creadora de quien nos hizo. Hay que avanzar mar adentro en las procelosas aguas de este momento duro y apasionante que es la aventura de la vida, en medio de la ambigüedad de un pensamiento débil y el relativismo moral que nos acecha. Hemos de hacer este camino fiados de la providencia del Señor y de la Iglesia, entre diluvios que nos asustan por fuera y vías de agua que se nos abren por dentro.
 
Como miembros de una comunidad diocesana, todos los que la componemos somos una verdadera familia: los hay niños y ancianos, personas que se abren a los primeros retos y aquellos que tienen afianzada ya su sabiduría; hogares donde todo discurre en paz y armonía y también casas en donde se pone a prueba la esperanza y sufren todo tipo de dificultades. Pero en todo caso y siempre, la familia es el espacio donde se nos acoge, se nos nutre, se nos educa y defiende, donde aprendemos a vivir las cosas con el mundo delante y donde incluso por Dios y su gracia somos despertados religiosamente.
 
No es sólo la familia de la Iglesia que formamos como diócesis, sino también esa familia más amplia que representa la humanidad que coincide en nuestras calles y plazas, las gentes que viven toda suerte de situaciones para bien y para mal. Los pobres con todos sus rostros son también una familia que se nos confía y con los que vivir como cristianos todas las obras de misericordia.
 
Por eso, la comunidad diocesana necesita sostener todo cuando precisamos para abrazar la familia y salir al paso de sus gozos y alientos, así como de sus sofocos y estragos. La gran familia que representa la Iglesia diocesana tiene templos donde expresar la fe, locales donde dar catequesis, espacios donde acoger a los necesitados, medios e instrumentos donde compartir nuestra cultura y proponer la visión cristiana de la vida especialmente cuando ésta se encuentra más amenazada. Por ese motivo, hemos de sentirnos miembros vivos de esta familia diocesana donde con cada uno seguir llevando adelante lo que Jesús nos dejó como herencia y tarea en la Iglesia. Es el testimonio dulce y sereno que en medio de la intemperie queremos acercar humildemente los cristianos.