De todos es conocido que las migraciones son un fenómeno diferenciado y complejo. Se trata de un maremágnum de enormes proporciones y para introducirse con eficacia en ese “bosque” hay que tener criterios con los que guiarse. Si no, uno se pierde.
 
Como base están las orientaciones de la doctrina social de la Iglesia. Hay que reconocer que hasta ahora las encíclicas sociales no han dicho mucho sobre este fenómeno. Sin embargo, el magisterio ordinario de los últimos pontífices y sobre todo los mensajes para la Jornada del Migrante y del Refugiado contienen muchas indicaciones preciosas. También los episcopados europeos (de la Comece [Comisión de Episcopados de la Comunidad Europea] y de la CCEE [Consejo de Conferencias Episcopales de Europa]) han dejado oír su voz junto a los episcopados nacionales, tanto de los países de emigración como de los países de acogida. Así pues, hay algunos criterios que de forma muy sintética quiero recordar aquí.
 
El primer criterio es que existe el derecho a emigrar, a dejar tu país cuando en él la vida se ha hecho muy difícil o imposible por la persecución política o religiosa que pone en peligro tu vida y la de tu familia, o cuando ha quedado devastado por una guerra, o cuando una situación de degradación o de pobreza endémica o de subdesarrollo impide la supervivencia o la condiciona a unos sufrimientos desproporcionados. Todos tenemos el deber de amar a nuestro país, pero nadie tiene obligación de convertirse en su esclavo. Salir de la patria es, por tanto, un derecho que debe ser reconocido.
 
Si existe un derecho a emigrar, hay que tener presente que existe también un derecho, incluso mayor, a no emigrar. La emigración no debe ser forzada, obligada ni planificada. Este principio es muy importante, porque implica algunos deberes:

-el deber de la comunidad internacional de intervenir sobre las causas antes que sobre las consecuencias, afrontar los problemas que en los países de emigración impulsan u obligan a irse a personas y familias, y contribuir a su solución;

-y el deber de quien emigra de cerciorarse de que no hay posibilidad de quedarse y ayudar a su país a resolver las dificultades.
 
Desgraciadamente, sin embargo, son las mismas grandes potencias las que desestabilizan algunas áreas geopolíticas y arman y financian estados corruptos y califatos. Muchos episcopados africanos invitan con insistencia a sus hijos a no irse, a no dejarse atraer por propuestas ilusorias y quedarse para contribuir al progreso de su país.

Del derecho a no emigrar se habla poco. Toda situación es un caso particular y estos principios no pueden generalizarse, pero pueden contribuir a iluminar una situación concreta.
 
Otro principio es que, aunque existe un derecho a emigrar, no existe un derecho absoluto a inmigrar, es decir, a entrar sea como sea en otro país. En otros términos: los países de destino tienen derecho a controlar las inmigraciones y a establecer normas para el acceso y la integración de los inmigrantes en su sociedad.

Los principios elementales del derecho humanitario dicen que quien llega debe ser acogido y atendido, pero los gobiernos también deben pensar en el bien común de su propia nación, para la cual las inmigraciones pueden convertirse en una amenaza. Entre los criterios para la defensa del bien común en las políticas inmigratorias se incluye el deber de salvaguardar la propia identidad cultural y garantizar una integración efectiva y no un multiculturalismo de simple vecindad sin integración.
 
Otro criterio es el realismo cristiano. Por un lado, no cerrarse bajo siete llaves frente a estos fenómenos de nuestro tiempo; por otro, no ceder a la retórica superficial. La acogida y la integración suponen problemas muy comprometedores y para resolverlos no es suficiente una buena voluntad genérica.

El realismo significa no caer en explicaciones simplistas de los fenómenos migratorios, dando bandazos a diestra y siniestra. Significar ver cómo en estos casos el mal y el bien van siempre juntos: muchos migrantes son, sin duda, personas necesitadas, pero otros pueden emigrar con objetivos menos nobles. Significa ver que detrás de las migraciones no solo hay necesidades legítimas, sino también redes de explotación de personas y designios de desestabilización internacional.

La acogida al prójimo no puede ser ciega o solo sentimental: la esperanza de quien emigra tiene que convivir con la esperanza de la sociedad que le acoge. Hay que organizar la esperanza, y para eso hace falta realismo.
 
Por tanto, el realismo cristiano exige no meter a todos en el mismo saco. Es evidente que la inmigración islámica tiene características específicas que la hacen particularmente problemática. Reconocerlo es un signo de realismo y sentido común, no de discriminación. El islamismo está relacionado con la inmigración en dos sentidos: por un lado, los califatos islámicos obligan a la población, especialmente a la población cristiana, a huir para salvar su vida; y por otro lado, la integración de la población islámica en otras naciones resulta objetivamente más difícil a causa de algunas características de la religión islámica misma. No se trata de estigmatizar al islam, sino de tomar nota de que en el islam hay elementos que impiden aceptar algunos aspectos fundamentales de otras sociedades, en particular aquellas de larga tradición cristiana.

La acogida en casos de emergencia debe darse a todos. Sin embargo, cuando se pasa de la acogida a la integración es prudente no considerar a los inmigrantes iguales ni indistintamente, prescindiendo de la cultura y la religión de origen.

Publicado en el Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân sobre la Doctrina Social de la Iglesia.
Traducción de Carmelo López-Arias.