Curiosamente, materialismo y espiritualismo han coincidido siempre en un desprecio más o menos sutil del cuerpo. Contra ambos se ha batido históricamente la fe cristiana, que siempre ha manifestado “la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia”. La cita pertenece a la Instrucción Ad resurgendum cum Christo, de la Congregación para la Doctrina de la fe, sobre la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación.

Quizás no sea tan extraño que semejante asunto haya encontrado tanto hueco en los medios de todo el mundo y que el enfoque se haya centrado en la prohibición de esparcir las cenizas de un difunto en el aire, en la tierra o en el agua, así como su conservación en el hogar, salvo situaciones excepcionales. Pero nada de esto se entendería si perdemos de vista la exaltación de la carne que es propia del cristianismo, cuyo centro es la encarnación del Verbo de Dios, su muerte en la cruz y su resurrección. “¡Católicos, no os dejéis robar la resurrección de la carne!”, escribía hace unos años un escritor agnóstico lleno de nostalgia por ese corazón del anuncio cristiano, que a veces se difumina en la conciencia de los propios bautizados.

Por todo ello la Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados, porque así se expresa más visiblemente su fe en la resurrección de la carne, evitando actitudes y rituales que proyecten imágenes distorsionadas de la muerte, algunas de tanta actualidad como la reencarnación, la fusión con la Madre naturaleza, o la ideas de una suerte de liberación del alma de la “prisión” del cuerpo.

La sepultura de los cuerpos favorece también el recuerdo y la oración por los difuntos, se opone a la ocultación o privatización del hecho de la muerte (que también tiene una dimensión comunitaria) y subraya la comunión entre los vivos y los muertos. En realidad la Instrucción no plantea nada nuevo sino que especifica la disciplina eclesial en diálogo con la evolución cultural de un ambiente secularizado, del que también participamos con frecuencia los cristianos.

La Instrucción deja claro que, a pesar de preferir la sepultura de los muertos, la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar la práctica de la cremación, que se ha extendido por razones higiénicas, sociales o económicas. De hecho la cremación no implica la negación de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo. Sí aclara el documento que las cenizas del difunto deben mantenerse en un lugar sagrado (salvo situaciones excepcionales discernidas por la autoridad eclesial) para favorecer la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana, y evitar el posible olvido o falta de respeto, sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas. Tampoco se permite la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua, para evitar malentendidos panteístas, naturalistas o nihilistas.

No se trata de caprichos o de un apego a ciertas formas culturales. También la forma de afrontar la muerte, personal y públicamente, expresa la novedad llena de esperanza que constituye la presencia cristiana en el mundo. La Iglesia proclama que si por la muerte el alma se separa del cuerpo, en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. De este centro deriva la sabiduría que este documento refresca para todos, de modo que también el momento de la muerte del cristiano se convierte en una luz de esperanza para el mundo.

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