Cuando comencé a leer a Chesterton, hace ya cinco lustros, advertí enseguida que existían dos escuelas de falso «chestertonismo» aparentemente contrarias: por un lado, los progres ingeniosillos trataban de presentarlo como un exquisito cultivador de las formas más juguetonas y paradójicas de la inteligencia; por otro lado, el catolicismo pompier trataba de eunuquizar a Chesterton de forma aún más irritante, ocultando las partes más escabrosas de su obra, hasta hacerlo comulgar con tesis liberales y neoconas.

Esta segunda forma de manipulación siempre trataba de ocultar el pensamiento económico de Chesterton; o en todo caso lo presentaba condescendientemente como una pintoresca y fantasiosa doctrina llamada «distributismo» que adolecía de mil insuficiencias técnicas. Pero lo cierto es que Chesterton nunca quiso elaborar una doctrina económica, sino devolver a sus lectores el sentido de la cordura cristiana, que exige repudiar el capitalismo porque «crea una atmósfera y forma una mentalidad»; es decir, porque contiene una agenda antropológica arrasadora.

Así, Chesterton escribirá en El manantial y la ciénaga: «Nunca se dirá lo suficiente que lo que ha destruido la familia en el mundo moderno ha sido el capitalismo. (…) Lo que ha destruido hogares, alentado divorcios y tratado las viejas virtudes domésticas cada vez con mayor desprecio ha sido la época y el poder del capitalismo. Es el capitalismo el que ha provocado una lucha moral y una competencia comercial entre los sexos; es el capitalismo el que ha destruido la influencia de los padres; es el capitalismo el que ha sacado a los hombres de sus casas a la busca de trabajo; es el capitalismo el que los ha forzado a vivir cerca de sus fábricas o de sus empresas en lugar de hacerlo cerca de sus familias; es el capitalismo, sobre todo, el que ha alentado por razones comerciales un desfile de publicidad y chillonas novedades que es la muerte de todo lo que nuestras madres y nuestros padres llamaban dignidad y modestia». En Los límites de la cordura, Chesterton denuncia el error trágico que están cometiendo muchos católicos, dejándose arrastrar por intoxicadores que les meten miedo con el comunismo, mientras el capitalismo impone «una civilización centralizada, impersonal y monótona» al menos igual de feroz, capaz de destruir las más numantinas resistencias humanas. Y completa su execración del capitalismo advirtiendo de su naturaleza intrínsecamente antinatalista, que conducirá a la Humanidad a consagrar «una religión erótica que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fertilidad». Pero el catolicismo pompier pretende absurdamente que esta religión erótica la ha proclamado el «marxismo cultural». ¡Ah, si Chesterton levantara la cabeza!

Chesterton, en fin, sabía bien que el comunismo es el «heredero del capitalismo», su corolario o consecuencia inevitable; sabía también que el capitalismo es el hijo predilecto y consecuente de la Reforma; y sabía, en fin, que el capitalismo no es sólo una fórmula económica nefasta -consistente en «forzar a la gente para que compre lo que no quiere comprar, y en fabricar tan torpemente como para que lo fabricado se pueda romper, manteniendo la bazofia en una rápida circulación»-, sino también una filosofía destructiva que «pretende que está enseñando a los hombres la esperanza porque no les permite un instante de reflexión inteligente para desesperarse».

Es verdad que la reflexión inteligente conduce, en un mundo tan gregario y sectario como el que ha configurado el capitalismo, a la soledad. Pero mejor solos que mal acompañados. Al menos, Chesterton siempre nos brindará su feliz compañía.

Publicado en ABC.