Juan Pablo fue en vida miembro supernumerario del Opus, de profundas convicciones cristianas, práctica piadosa cotidiana, bondadoso en extremo, cachazudo, tranquilote, del que su hermano de prelatura, José María Molero, me decía que arrastraba los bolondrios por el suelo. Pronto dejó el periodismo de base para dirigir periódicos, como Nuevo Diario en 1969, un año después de su creación, y con el tiempo, el deportivo Marca, el económico Expansión, que fundó en 1986, La Gaceta de los Negocios, y un largo etcétera de revistas y publicaciones periódicas de la más diversa especie. Pero en lo que mayormente destacó Juan Pablo fue en la creación y gestión de empresas periodísticas y de publicidad, en las que raramente perdía dinero. Era demasiado listo y honrado para pillarse los dedos.
 
Nos conocimos en El Alcázar de Pesa (Prensa y Ediciones, S.A.), aunque para el resto de la profesión era simplemente El Alcázar del Opus, porque sus principales accionistas y periodistas pertenecían a la obra. Fue un extrañísimo experimento aquel. La cabecera pertenecía a la Hermandad de Defensores de El Alcázar de Toledo, en cuya heroica defensa nació hecho a ciclostil para mantener la moral de combate de los atrapados en el asediado recinto. Luego pasó por toda clase de manos, en general más pecadoras que santas, hasta que en 1964 arrendaron la cabecera un grupo de empresarios catalanes interesados en la construcción de la autopista del Mediterráneo, la primera de peaje de España. Desde sus páginas se doraba la píldora al «ministro eficacia» de Obras Públicas, Federico Silva Muñoz, propagandista y un algo vanidosillo, que naturalmente acabó concediéndoles la construcción y explotación de aquella primera autopista de pago. Pero El Alcázar fue algo más que un instrumento de intereses empresariales. Bajo la tutela discretísima de López Rodó y la plena conformidad del almirante Carrero Blanco, se convirtió en un periódico monárquico «liberal», todo lo liberal que se podía ser entonces, dedicado a preparar la sucesión a título de Rey», de don Juan Carlos, frente a la frialdad u hostilidad de la prensa del Movimiento, el «juarismo» de ABC y La Vanguardia Española, que no terminaban de ver con agrado la marginación de don Juan, y la indiferencia de Ya, que ya empezaba a no enterarse de nada de lo que pasaba en las arenas movedizas del subsuelo nacional. En estos seísmos sutiles y subterráneos del propio régimen empezó la verdadera transición, aunque ahora no se hable nada de ello, por ignorancia enciclopédica de los plumillas actuales, y la ingratitud de la Zarzuela, que no quiere ni acordarse de López Rodó –y sus numerosos acólitos-, el verdadero constructor, acaso por encargo del almirante que voló a los cielos –otro magnicidio todavía por aclarar- de los cimientos de la situación actual.
 
Juan Pablo aterrizó en El Alcázar que ya dirigía José Luis Cebrián Boné, también supernumerario del Opus, en 1965, dos años después de haber obtenido el Premio Nacional fin de carrera. Pese a su juventud, era el hombre de máxima confianza de los altos mandos de la empresa para establecer la línea editorial del periódico. Yo llegué un año después, tras un período de tres años de activista sindical en la sombra. Me contrataron para ocuparme, obviamente, de temas sindicales –que pronto despertaron las iras de Emilio Romero y su diario Pueblo-, y las incipientes actividades de las «comisiones obreras», que entonces empezaban a enseñar la patita, en general promovidas por militantes cristianos de la HOAC, pero de las que pronto se apropiaron Marcelino Camacho y sus mariachis comunistas.
 
La sección editorial de aquel Alcázar era un «collage» tan extravagante como inimaginable. La dirigía Manuel Cerezales, a su vez subdirector del periódico, hombre de pluma exquisita, pero opacado por la fama de su mujer, la novelista Carmen Laforet, con la que tuvo cuatro hijos y de los que hubo de ocuparse personalmente debido a las frecuentes y prolongadas ausencias de la escritora. La mayor de ellos, Silvia, se casó con un hijo del rojísimo Paco Rabal. Cerezales, antiguo requeté, sordo como una tapia, me contaba, entre otras muchas cosas, que a la Isabelona de los tristes destinos e innumerables amantes, le apestaba la flor de invernadero. La sección editorial la componíamos cuatro redactores, a cual más extraño. Tal vez el más normal era Juan Pablo Villanueva. Luego estaba Mariano del Mazo Zuazagoitia, aún más carlista que Cerezales, casado con una nieta de Unamuno. Tenía una pequeña imprenta en Palencia, en la que editaba de vez en cuando una hoja volandera titulada «El Juanete», donde ponía como no quieran dueñas a Don Juan. Periodista todo terreno, igual redactaba un editorial a favor o en contra de lo que fuera, según lo pidiera el mando. El más veterano de todos era Pepe Mesías, gallego, coñón, taquígrafo de las Cortes, también en las republicanas, un verdadero pozo de anécdotas y chascarrillos, que tendría que haber recopilado. Me hubieran dado para un libro de éxito. Nos decía: «Mira si seré republicano que me he pasado veinticinco años en ABC». Finalmente estaba yo, el último en llegar y único enlace sindical de toda la redacción. Me tenían por «revolucionario», por eso mismo me encargaron las «cuestiones sociales», pero sólo era un ingenuo y tal vez estúpido contestatario político.
 
Aquel extraño Alcázar, cuya memoria daría para una libro, lo liquidó Fraga de un zapatazo, simplemente porque la propiedad quería cesar al director, Luis Apostua, agente de Manolo Jiménez Quilez, a la sazón director general de Prensa, y sustituirlo de nuevo por Cebrián Boné. Don Manoliño, que aunque le cupiese el Estado en la cabeza, como dijo alguna vez Felipe González con malicioso ánimo adulador, no terminaba de captar las sutilezas de la gran política, picó en el anzuelo y tragó como un pardillo toda la carnaza. Los principales accionista de la empresa, que ya habían conseguido sus objetivos económicos, se vieron libres de un muerto ruinoso que no necesitaban ya para nada. A su vez los periodistas de la obra pudieron emigrar en bloque a Nuevo Diario, creado muy poco antes con el dinero de Antonio María Oriol, también carlista pero traspasado a las tesis de López Rodó, como harían también otros muchísimos carlistas, juanistas, demócrata-cristianos «accidentalistas» y falangistas, atraídos como moscas a la miel.
 
Tras el cierre de aquel Alcázar, emprendimos caminos muy divergentes: Juan Pablo de director y yo de periodista mendicante, hasta que logré estabilizarme, tres años después, en la agencia Efe. Pese a todo siempre mantuvimos nuestra amistad, y seguimos viéndonos aunque fuera de tarde en tarde. Sobre todo cuando necesitaba conectar con las mitras, especialmente con las más picudas. En esos casos me encargaba gestionar las entrevistas y actuar de introductor de embajadores, porque Juan Pablo nunca tuvo especial relación con la jerarquía eclesiástica. La última vez que le presté un servicio de esta clase fue hace 2/3 años con el cardenal Cañizares, con quien compartimos mesa y mantel en Toledo. Juan Pablo quería que don Antonio le escribiera periódicamente algún artículo en La Gaceta de los Negocios, de la que entonces era propietario y director.

En fin, una larga y complejísima historia, que apenas esbozo en estas líneas, más extensas de lo normal, escritas en homenaje a un gran periodista y todavía mejor cristiano, amigo y persona. Si alguna vez no me echó una mano, aunque yo lo necesitara, fue sencillamente porque no le pedí nunca nada y porque tampoco dependía de él hacerlo en ese momento. Dios le tenga en su gloria.