Caminando por Madrid me he encontrado uno de esos edificios administrativos oficiales tan repartidos por nuestra capital. La bandera de España ondeando, y la característica placa amarilla de un ministerio, en esta ocasión el Ministerio de Defensa. Para más datos, se trata de un edificio de ISFAS. Teniendo todavía fresco el desfile militar, me vino a la memoria la hermosa labor que hacen nuestras Fuerzas Armadas, protegiendo la seguridad y en ocasiones, quizás demasiadas, realizando misiones humanitarias a favor de tantas personas.
 
Pero el destino me deparaba una gran sorpresa: a escasos metros de este baluarte de la defensa de los derechos humanos, encontré otro baluarte de un nuevo derecho, o así bautizado por algunos. Un edificio grande, aparentemente con muchas habitaciones, y con una pequeña entrada. No tiene una placa que hable de su labor de defensa, como el edificio adjunto, aunque algunos así lo proclaman. Pasar delante me causó una extraña sensación, al pensar a quién estaban defendiendo en su interior; hace dos mil años le llamaron Epulón, rico en posesiones y poder.
 
Leí el nombre de este establecimiento (no me atrevo a llamarlo clínica, como algunos lo anuncian): Dator. ¿Qué están dando aquí? En una panadería dan pan, o mejor lo venden; en una perfumería, perfumes; en un hospital o en una hospedería, hospedaje a enfermos o necesitados. ¿Y aquí? Una suculenta factura, en la que además de pagar con dinero, pagas con tu futuro, y casi siempre a un precio más alto de lo que los peores vaticinadores te podrían vaticinar. No soy yo quien lo afirma; son psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales, y sobre todo quienes han pasado por esa experiencia traumática.
 
Es escalofriante escuchar casos como el de Esperanza Puente: más de 10 años intentando convencerse –o intentándola convencer- de que no había pasado nada, que simplemente le habían extirpado un tejido. Sin embargo, cuenta con horror cómo, después de la intervención, al girar la cabeza, vio ese tejido que le acababan de extirpar: una cabecita, un cuerpecito, unos bracitos, unas piernas, hasta hace muy poco una vida, no menos vida por ser pequeña... Es la realidad del aborto que no nos cuentan, es el sufrimiento íntimo de esas mujeres, que llevarán consigo toda la vida.
 
¿Qué derecho han regalado a estas mujeres? ¿El derecho de tener que convivir con esa imagen de su bebé, congelado en la retina y haciéndose presente al cruzarse con cualquier niño? ¿O es el derecho a enriquecerse de unos médicos, a costa del sufrimiento ocasionado a sus clientes, que no pacientes, a quienes se ofrece como única solución el aborto? ¿O el derecho a liquidar un problema serio, como el de muchas mujeres para llevar adelante su embarazo, buscando la salida fácil -¿fácil?- de acabar con el problema. Muerto el perro, les falta concluir, se acabó la rabia.
 
Me permito describir, de modo esquemático y bastante cercano a la realidad, el protocolo de actuación de estos establecimientos abortistas, que algunos llaman clínicas (para curar la enfermedad del embarazo, cabría añadir)
 
Paga.
Lo sentimos, no hay factura.
Revisión ginecológica. Está terminantemente prohibido que la clienta o acompañantes vean la pantalla de la ecografía.
Firma del modelo de enfermedad psicológica (nombre y firma, no es necesario reconocimiento médico).
Firma del consentimiento informado (aunque poco te dicen de qué harán, qué puede pasar, cómo extraerán a ese ser humano pequeñito…).
Ya eres carne de cañón para que el trabajador haga su trabajo: vaciarte por fuera y por dentro.
 
Mi musa optimista me está protestando. He pintado un panorama bastante negro, pesimista y brutal de la actuación y la postura ante este crimen, cercano al genocidio, o tal vez más grave. Es verdad, pero sigue siendo necesario enfrentarse a esta dura realidad, sin dejar de lado, como hacen espléndidamente muchas organizaciones, la ayuda desinteresada a cualquier madre con problemas que decida seguir adelante con su embarazo.
 
Este fin de semana escucharemos la voz popular, que defiende el derecho a la vida, a la maternidad. La gran voz que afirma la existencia de muchas alternativas, y más humanas, a esta triste realidad, el canto a la vida, lo más bello que tenemos y lo más hermoso que podemos dar. He ahí un signo de esperanza, querida musa, y una clara señal de que no nos acostumbramos a esta cultura de la muerte que, consciente o inconscientemente, nos pretenden imponer.