Recientemente un diario belga publicó una encuesta, recogida en Italia por Il Foglio, que revela la dramática crisis de la Iglesia europea, de la cual Bélgica -y en particular Bruselas- es símbolo y punta de lanza. Dice además La Libre que en Bélgica una iglesia de cada dos está destinada a cerrar y a ser convertida en comercios o incluso -como desearían algunas autoridades locales y como ha sugerido el semanario The Economist- en lugares de culto islámico.

De hecho, en Bruselas sólo el 12% de la población es católica practicante, frente a un 19% que son musulmanes practicantes. Y la mitad de los niños inscritos en las escuelas italianas son musulmanes. Por tanto el destino parece sellado. Pero aún más tremendo que el aspecto demográfico es el desierto al que ha quedado reducida la Iglesia.

En La Nuova Bussola Quotidiana ya nos hemos detenido en varias ocasiones sobre la deriva de la Iglesia belga y las consecuencias que está teniendo para toda la sociedad. Pero precisamente porque no se trata de un caso aislado es justo recordar que las Iglesias van como las hacen ir los obispos, o como mínimo es determinante la posición que adopten los obispos. Si Bélgica está en estas condiciones habría que pedir cuentas a sus obispos, que se han preocupado poco por esta Iglesia, comenzando por el cardenal Godfried Danneels, arzobispo de Bruselas de 1979 a 2010. Su figura ha dominado la escena nacional y su influencia como estandarte "progresista" se ha extenido mucho más allá de las fronteras de Bélgica, e incluso ahora es determinante: basta pensar que no sólo fue nombrado por el Papa Francisco para el sínodo sobre la familia, sino que -una vez cerrado el paréntesis epsicopal en Bruselas del valiente monseñor Léonard, jubliado nada más cumplir los 75 años- consiguió que en Bruselas se sentase su delfín, monseñor Jozef De Kesel.

Danneels y el episcopado belga son los símbolos de una Iglesia que ha seguido al mundo, ya sea en su ideología pansexualista, ya sea en los encantos del laicismo; símbolo de una jerarquía eclesiástica que, más que confirmar al pueblo de Dios y preocuparse de anunciar a Cristo a los alejados, se ha preocupado de "reformas" internas en la Iglesia, de jueguecitos de poder, como el mismo Danneels admite sin rubor en una reciente biografía donde se confirman los encuentros entre cardenales europeos para preparar la sucesión de Benedicto XVI.

Han convertido su Iglesia y su país en un desierto, pero pretenden representar el futuro de la Iglesia mundial, gracias también a la complicidad activa de los grandes medios de comunicación. Parece que no son conscientes de lo que está en juego, que es la supervivencia de la Iglesia en Europa. La supervivencia de una Iglesia viva, capaz de comunicar la vida, de ofrecer una propuesta adecuada al mundo de hoy y de señalar en consecuencia a la sociedad el camino de salida de esta crisis moral que sofoca a Europa.

En esta situación de declive que parece inexorable, a la Iglesia tan sólo se le pide el coraje y la capacidad de ofrecer una propuesta nueva de vida. Esto es lo que esperan muchos cristianos y muchos hombres de buena voluntad. Ciertamente no en el mundo de la cultura oficial, no entre quienes defienden el pensamiento único dominante -como la ha definido también el Papa Francisco-, no entre quienes tienen en su mano las palancas de los medios de comunicación de masas. Todos estos tienen claro a qué papel se debe relegar a la Iglesia en este momento: dispensar emociones. Dispensar emociones a todos los niveles, desde los más jóvenes a los más ancianos; los católicos como dispensadores de emociones y de sentimientos. Es impresionante verificar cómo está cambiando también el vocabulario de mucho mundillo eclesiástico, que habla cada vez más de sueños, fantasías y emociones.

La liturgia de este tiempo pascual, por medio de las páginas de los Hechos de los Apóstoles, debería inducirnos a compararnos con aquella Iglesia que desde los primeros tiempos vivió con la conciencia de que su deber era una evangelización fuerte, una propuesta clara al mundo al que salía al encuentro, ya fuese el judío o el greco-romano. Es, desde entonces, lo único que interesa de verdad a los hombres: una posibilidad de vida nueva, la comunidad cristiana como lugar de la presencia de Cristo e inicio de un mundo nuevo.

Esa presentación de Jesús como "el Camino, la Verdad y la Vida" es algo muy distinto que contentarse con ese jardincito "moral" al que nos reduce el pensamiento único dominante; es, por el contrario, una alternativa a este mundo. "El mundo de Dios en el mundo de los hombres": eso es el cristianismo, como nos enseña toda la historia de la Iglesia. Y esa es la única fuerza atractiva que puede conquistar también a los hombres de hoy.

Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.