La eutanasia llama a nuestra puerta. No es que sea un asunto de moda ni de actualidad, pese al reciente caso que pudimos contemplar en la televisión, tan bien aprovechado por el inteligentísimo señor que se dispone a gobernar España en los próximos cuatro años. La eutanasia es ya el gran horizonte hacia el que avanza inexorablemente nuestra civilización: la muerte buena, la muerte dulce y agradable, la muerte deseada y liberadora, la muerta elegida ya no por Dios sino por uno mismo. ¿Cómo evitar que se le abran las puertas, primero tímidamente, prudentemente, luego sin temor alguno, de par en par, a todo nuestro talante y voluntad?

Es difícil oponer argumentos racionales a la eutanasia, tal y como se plantea por sus propugnadores. Y digo racionales por oposición a religiosos, léase argumentos derivados de la Biblia o de cualquier otra fuente revelada. Si excluimos del debate la idea de que la eutanasia es un crimen porque Dios ha querido que la vida humana sea intocable desde su concepción hasta su término, ¿qué nos queda para defender que nunca se puede matar a un hombre por grandes que sean sus sufrimientos? Se emplea habitualmente un argumento, uno solo: que la vida, toda vida humana, es sagrada y por tanto ningún hombre puede disponer de ella, ni de la propia ni de la del prójimo. Pero, ¿es sagrada de verdad la vida? Cuesta negarlo, cuesta rechazar este argumento, incluso les cuesta a personas ateas. El problema es que esa sacralidad no resulta incompatible con el hecho de que, en algunos casos, una vida humana se pueda y se deba acortar. Los eutanasistas lo tienen muy claro: una vida, cuando se vuelve insufrible, se hace indigna de seguir siendo vivida, y por tanto existe el derecho a ponerle término. Lo contrario es una imposición cruel e injusta de la sociedad. Porque carece de sentido obligar a vivir a quien sólo tiene ya dolor y más dolor y horizonte de mayor dolor aún.

No hay forma cabal de oponerse a este raciocinio. La vida humana es sagrada, sí, pero no en términos tan absolutos que no se pueda matar a otro en legítima defensa, o que uno no pueda quitársela o hacer que se la quiten, sin causar daño a nadie, cuando ya no es capaz de seguir sufriendo. De modo que la prohibición absoluta de la eutanasia que pretenda basarse exclusivamente en principios de antropología y de ética civil, llevará siempre las de perder. Las llevará incluso cuando se arguya que, abierta la espita del homicidio bueno para los casos extremos de vidas invivibles, se irá permitiendo poco a poco para otros no tan extremos, incluso para casos en que yo no exista ni siquiera el deseo del paciente de ser eutanasiado. En España casi nadie se cree esas historias que cuentan algunos medios de comunicación sobre ancianos que ya empiezan a querer huir de Holanda y Bélgica, los países más avanzados en esto de los “nuevos derechos”, por miedo a no salir vivos de un hospital cuando hay desconfianza hacia sus familiares. No; cuesta creer que exista o que llegue a existir algún día, fuera de la literatura distópica o de anticipación, eso de que nos puedan matar legalmente nuestros herederos porque nos hemos convertido en una carga demasiado pesada para ellos.

Claro que el problema ya no será la impaciencia de nuestros hijos o nietos, sino la impaciencia de una sociedad que va a soportar muy pronto una carga imposible de personas viejas, inválidas y demenciadas, de una longevidad angustiosa. Lo dice el Apocalipsis, en el versículo tal vez más terrible de toda la Biblia: “En aquellos días buscarán los hombres la muerte y no la encontrarán; desearán morir y la muerte huirá de ellos” (Ap 9, 6). Pero cabe pensar que San Juan, el autor del famoso libro, no llegó a imaginar que en aquellos días precisamente, que son ya los nuestros, el ser humano llegaría a avanzar tanto en el uso de la mentira y de la manipulación que sería capaz, que es ya capaz, de inventar formas de convencer a los pueblos de que es digno, es moral y es preciso dar muerte, y aceptar recibirla, cuando vivir deja de resultar placentero o útil.

Es cuestión de tiempo que la legitimación del suicidio y del auxilio al suicida derrote toda oposición que quiera basarse meramente en el argumento del valor intrínseco de la vida, a secas, sin consideración alguna hacia su Creador ni hacia el valor mismo del sufrimiento y de la Cruz, como han sido y son derrotadas sistemáticamente tantas ideas de raíz cristiana (la prohibición del aborto, sin ir más lejos) cuando se esgrimen en debates “laicos”, de tejas abajo, como si Dios no existiese. Se modelará fácilmente la opinión pública para que haga aceptable el “homicidio bueno”, irán floreciendo las estadísticas que proclamen que el 70 por 100, pronto el 80 por 100, de los ciudadanos son partidarios del homicidio bueno, con testamento vital o incluso sin él, y se matará a mansalva. Y se hará todo tan bien, tan civilizadamente, que los que maten y también los que sean matados, lo hagan -o se dejen hacer- con plena conciencia no tan solo de su legitimidad sino también de su generoso servicio y entrega a una idea sublime de libertad, de progreso y de autodeterminación.

Publicado en El Diario Montañés.