En pocos días celebraremos el día de nuestra fiesta nacional, el día de la Virgen del Pilar. Una festividad secular, tradicional e inseparable de nuestro país. Y es para pensar que esta celebración, con su solemne desfile militar, coincide con una fiesta religiosa, y una fiesta en honor de la Virgen. Aunque recorriendo nuestros pueblos y ciudades e lo que nos encontramos a cada paso: fiestas patronales centradas en la conmemoración de su santo patrono, y en mayor número aún, en una advocación mariana.
 
España sigue siendo religiosa, católica, y no es justo renunciar a este elemento constitutivo de su historia y de su cultura, mucho menos por un decreto impuesto desde arriba. La ley puede decir que una superficie cerrada con cuatro lados iguales es un círculo, pero esto no cambia el hecho de que tenemos delante un cuadrado. Pasa lo mismo con la identidad católica de España. El laicismo (laicidad) que se pretende imponer tiene, a corto y medio plazo, salidas curiosas: no a los crucifijos en los colegios, pero sí a los crucifijos en los museos; claro, éstos segundos aportan dinero a instituciones privadas y públicas. No a la más mínima referencia pública a la Iglesia católica, pero queda muy bien citar el Talmud o el Corán en un discurso público. Falta poco para ser casus belli la referencia a san Cristóbal, protector de los viajeros, pero hay que dar máxima publicidad a aquel casco budista que la misma DGT promocionó hace unos meses.
 
Amén de estos «curiosos detalles», creo que es innegable la dimensión religiosa del hombre. La crisis económica ha encontrado una buena casa en nuestra España, y según la mayoría de las previsiones, tiene un contrato de varios años para seguir aquí. Hasta el presidente del gobierno empieza a admitir que estamos en tiempos duros. Una lección positiva nos enseña este túnel: la economía no soluciona los problemas profundos del hombre: el sentido de la vida y sus claroscuros, su deseo de amar y ser amado, el misterio del dolor. Para estas preguntas clave seguimos recurriendo, y no podría ser de otro modo, a nuestra dimensión espiritual, religiosa. Y en España esa dimensión sigue siendo la fe católica.
 
En los años 50, el Gobierno comunista de Polonia se empeñó en erradicar el fondo religioso de sus ciudadanos. Sólo él poder civil podía autorizar la construcción de iglesias, y sin iglesias no hay parroquias, no crece la Iglesia; más aún, va muriendo. Trabajaron mucho por construir una ciudad modelo acorde a su sistema. A las afueras de Cracovia hicieron nacer «la» ciudad por excelencia, Nowa Huta. Un terreno sin religión, sin espíritu, sin vida. Todos sus habitantes, encerrados en grandes archivadores humanos, vivían sólo para trabajar en las industrias polacas. Junto a la dimensión religiosa, trataron de eliminar la dimensión humana. Las casas eran mínimas, todas iguales, con pocas viviendas por planta. A tal grado que, para visitar a un amigo que viviera 3 ventanas más allá, debías salir del portal y entrar al portal siguiente. Eliminar a Dios supone eliminar a los amigos, a los vecinos, los juegos infantiles en los parques… Borrar a Dios es borrar al hombre.
 
Este inventó no prosperó, y sus mismos habitantes, sacando tiempo de donde no había, construyeron una gran cruz, y con el tiempo una iglesia parroquial, la iglesia del Arca. No pudieron borrar ese signo de identidad del pueblo polaco. Este suceso, en el que tomó parte activa el entonces cardenal de Cracovia, Karol Woytyla, no fue una victoria suya; fue la victoria del hombre, que busca y necesita a Dios, aunque a veces también precisa un pequeño empujón.
 
La tradición polaca creo que no está muy lejos de la tradición española. Tal vez el ambiente actual nos impresione menos que la represión comunista contra la fe, pero el fin al que tiende es parecido: la desaparición de cualquier referencia a lo religioso, la muerte de Dios, sin caer en la cuenta de que, a quien se mata y con más crueldad, es al ser humano. Pero como este pueblo, España sigue percibiendo, y cada día más, esa sed por lo eterno, por Dios. Juan Pablo II se refirió con frecuencia a España como «tierra de María». Y no es inventar o imponer una idea; es constatar el papel tan grande que ha jugado en nuestra historia las advocaciones marianas, empezando por la Virgen del Pilar, pero sin olvidar la Virgen de Guadalupe, parada obligada en los viajes medievales entre Madrid y Sevilla o Granada, la Virgen de Monserrat, patrona de esa zona de la marca hispana, y tantas otras.
 
No es presuntuoso afirmar que España es lo que es por su fe católica. Olvidar este sello de su identidad equivaldría a hablar de un bebé sin su madre, o una mesa sin patas. Borrar a Dios de la sociedad, por imposición violenta o por presión socio-cultural, equivale siempre a borrar al ser humano, al hombre y a la mujer en lo más propio que tienen.