Uno valora algo cuando no lo tiene. Cuando escribo estas líneas ya hace más de dos meses que no participo en una misa, debido al confinamiento. ¡Y las extraño muchísimo! Sobre todo porque nunca tuve la costumbre de ver misas por televisión, ni de escucharlas en la radio. El confinamiento y el Covid-19 también nos han traído distintas clases de sufrimientos y padecimientos, nos ha invitado a la oración, y nos ha hecho sacar lo mejor de nosotros mismos con la compasión y caridad al hermano.

Desde este ayuno de misas, de comunidad, que tiene el planeta, y frente a la gozosa esperanza de su próximo retorno, quiero compartir unas breves reflexiones para revalorar el regalo de las misas en nuestras vidas. Rescatar las misas del tedio de la familiaridad y la costumbre, de la distracción, para despertar al asombro del acto más elevado de la Iglesia, y así estar atentos y recogidos a su profundo misterio.

La misa es una celebración, una fiesta de la victoria del amor de Jesucristo sobre la muerte, que quita el pecado del mundo. Y el que nos invita a esa fiesta no es el sacerdote, sino el mismo Jesucristo, el Autor de la Vida, el Hijo de Dios vivo y verdadero. A quien en la misa encontramos realmente presente de cuatro maneras: en la asamblea de sus fieles reunidos en su nombre que forman su Cuerpo Místico; en su Palabra, puesto que es Él quien habla mientras se leen las Sagradas Escrituras; en el sacerdote cuando preside la Eucaristía; en la Eucaristía bajo las apariencias del pan y del vino, que son el cuerpo y la sangre de Cristo. Este banquete pascual tiene dos momentos esenciales: la liturgia de la Palabra y la liturgia Eucarística.

Liturgia de la Palabra

Las Sagradas Escrituras, cuando son escuchadas en la liturgia de la Palabra, adquieren un sentido nuevo y más fuerte que cuando son leídas en otros contextos. Tienen el papel de prepararnos a reconocer a quien se hace presente en la fracción del pan, de iluminar cada vez un misterio particular del misterio Eucarístico que se va a recibir. Esta preparación se ve claramente en el episodio de los discípulos de Emaús. Los pasajes leídos, no son solamente narrados, sino revividos por nosotros la asamblea, a quien se nos dirige la Palabra. La memoria se hace realidad y presencia. Lo que sucedió en aquel tiempo tiene lugar en este tiempo, hoy mismo. No sólo somos oyentes, sino interlocutores y actores en ella. Somos llamados a asumir el puesto de los personajes mencionados.

En la misa estamos ante la verdadera zarza ardiente (Ex 3,2-6), recibimos en los labios el carbón ardiente (Is 6,6-7), recibimos el rollo y lo comemos (Ez 3,1-3), vamos a tocar mucho más que el borde del manto de Jesús (Mt 9,21), se hace realidad el pasaje “hoy debo alojarme en tu casa” (Lc 19,5), Jesús mismo nos dice desde la Eucaristía “aquí ahora hay uno que es más que Jonás… aquí ahora hay uno que es más que Salomón” (Mt 12,41-42).

La liturgia de la Palabra y la liturgia Eucarística están estrechamente unidas entre sí y forman un único acto de culto. La Iglesia recibe y ofrece a los fieles el Pan de vida en las dos mesas de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo. La Palabra de Dios, que la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la Eucaristía como a su fin connatural.

Liturgia Eucarística

Es la parte central de la misa donde Jesucristo resucitado se hace presente en las especies eucarísticas con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. La Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre, la verdad del amor. Y se nos invita a elevar el corazón para introducirnos a la liturgia Eucarística.

Hay dos epíclesis (invocaciones al Espíritu Santo) en cada misa: una antes de la consagración “por eso Señor te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para Ti, de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo”, y en la segunda epíclesis que se recita después de la consagración se dice “y llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo Cuerpo y un solo Espíritu”: aquí Cuerpo significa el Cuerpo de la Iglesia cuya cabeza indivisible es Jesucristo.

Recordemos qué significa “tomad y comed, éste es mi cuerpo” y “tomad y comed, ésta es mi sangre”. En el lenguaje bíblico, cuerpo significa toda la persona. Cuando Jesús dice “éste es mi cuerpo”, nos da su vida real. En la Biblia la sangre es la vida, por lo que el derramamiento de la sangre significa la muerte. Cuando Jesús dice “tomad, ésta es mi sangre”, nos da místicamente su muerte, participamos en ella. No nos da “algo”, sino su propia vida y su propia muerte. Jesús es el verdadero Cordero Pascual, la víctima inocente, que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio redentor por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza.

La Eucaristía contiene en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada misa. Si la Eucaristía nos invita a unirnos a Jesús, es a hacer lo que hace Él, es decir a ofrecer nuestro cuerpo y nuestra sangre. Para nosotros el cuerpo es el tiempo, nuestro tiempo. El tiempo son nuestras capacidades físicas e intelectuales al servicio del prójimo, por algo se le llama sacramento de la caridad. Es darle nuestra voluntad para que se haga la suya. La sangre es todo lo que ya en nuestra vida cotidiana anticipa la muerte, es decir, los sufrimientos, las enfermedades, los fracasos, las angustias, la parte “negativa” del hombre. Todo esto se lo ofrecemos confiadamente a Jesús.

Y quería hacer especial hincapié en la doxología (alabanza) conclusiva de la Liturgia Eucarística, para lo cual comparto una parábola moderna que utiliza Raniero Cantalamessa para entender mejor la enormidad de esta alabanza:

“En una gran hacienda había un dependiente que amaba y admiraba desmesuradamente al dueño de la empresa. Por su cumpleaños quiso hacerle un regalo, pero antes de presentárselo pidió en secreto a todos sus colegas que pusieran su firma en el regalo. Por tanto, el regalo llegó a manos del dueño como el regalo indistinto de todos sus dependientes, como un signo de estima y de amor de todos ellos, a pesar del hecho que uno sólo había pagado el precio del mismo regalo. ¿No es exactamente lo que sucede en el Sacrificio Eucarístico? Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre Celestial, el gran Dueño de todo el universo. Quiere hacerle cada día hasta el fin del mundo, el regalo más precioso que se pueda pensar: el de su misma vida. En la misa, Él invita a todos sus hermanos para que pongan su firma en el regalo, de modo que llega a Dios Padre como el regalo indistinto de todos sus hijos...

»El 'sacrificio mío y vuestro' lo llama el sacerdote en la misa, a pesar del hecho que uno sólo ha pagado el precio de este regalo, y ¡qué precio! Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en el cáliz, como explica bien la oración que acompaña este gesto: ‘El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la Vida Divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana’. Nuestra firma en la misa es, sobre todo, ese Amén solemne que la liturgia hace que pronuncie toda la asamblea como final de la Plegaria Eucarística: ‘Por Cristo, con Él, y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos, Amén’. Este Amén es como si dijera: me uno a todo lo que se ha hecho, suscribo a todo".

Por eso, sería bueno que este Amén al final de la Plegaria Eucarística sea pronunciado en voz alta, y mejor si fuera cantado. Porque es la firma que toda la asamblea pone a la Liturgia Eucarística.

Ochocientos años después que Jesús en una revelación privada a Santa Juliana de Cornillon, le pidiera que se instaurara en la Iglesia la Solemnidad del Corpus Christi, como forma de que se revalorizara la Sagrada Eucaristía, me tomo la licencia de compartir, con el mismo fin, una revelación privada que le hizo Jesús a la Sierva de Dios Luisa Piccarreta el 4 de diciembre de 1902.

En esta alabanza conclusiva para la Gloria de Dios Padre en la que ofrecemos al Cordero Pascual, víctima inocente, y nos unimos a Él en el Espíritu Santo, nos incorporamos a Su propia “hora” cuando San Juan como sacerdote lo ofrecía al Padre, como le dice Jesús a Luisa:

“Yo, sacerdote y víctima, levantado sobre el leño de la cruz quise un sacerdote que me asistiera en aquel estado de víctima, el cual fue San Juan, que representaba la Iglesia naciente; en él Yo veía a todos: Papas, obispos, sacerdotes y todos los fieles juntos, y él mientras me asistía me ofrecía como víctima para la gloria del Padre y para el buen éxito de la Iglesia naciente. Esto no sucedió por casualidad, que un sacerdote me asistiera en ese estado de víctima, sino que todo fue un profundo misterio, predestinado desde ‘ab aeterno’ en la mente divina”.

El gran Amén que el pueblo responde en la culminación de la doxología del sacerdote, tiene que volver a ser como lo recuerda San Jerónimo: “El Amén resuena como trueno celestial en las basílicas romanas y hace estremecer los vacíos muros de los templos idolátricos”. Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión. Gracias a la Eucaristía, un cristiano es verdaderamente lo que come. San León Magno nos recuerda que “nuestra participación en el cuerpo y sangre de Cristo no tiende a otra cosa que a convertirnos en aquello que comemos”.

Jesús nos dice “también el que me coma, vivirá por mí” (Jn 6,57). El más fuerte asimila consigo al menos fuerte. En este caso, la comida (la Eucaristía) asimila al que la come. La carne incorruptible y vivificadora del Verbo se hace mía. Pero también mi carne, mi humanidad, se hace de Cristo: también Cristo recibe nuestro cuerpo y nuestra sangre. No hay nada en mi vida que no pertenezca a Cristo. Gracias a la Eucaristía todas las experiencias humanas (estar casado, ser anciano, ser mujer, etc.) se vuelven suyas. Gracias a la Eucaristía nuestra humanidad se vuelve una humanidad incorporada a la de Cristo, nos convertimos en verdaderos partícipes de la intimidad divina.

En la Eucaristía recibimos algo que no merecemos, a Cristo mismo, en forma totalmente gratuita. Nos permite hacernos partícipes de su Santidad. Y en la participación asidua en la misa, nos permite ir recibiendo distintas riquezas de este misterio enorme, de esta enormidad que es la Eucaristía. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él.

El Amén al recibir la eucaristía es una responsabilidad enorme, porque digo sí al hermano, al hermano que no me gusta, al enemigo, al pobre. Unidos con Cristo nos unimos con todos los demás en su Cuerpo Místico. Porque no recibimos de modo pasivo a Jesucristo, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega, en ser testigos de Su amor y compasión, en salvaguardar la creación.

La Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse “pan partido” para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno. Después que termina la misa y regresamos a la calle tenemos que dar nuestro tiempo, nuestras capacidades, nuestros talentos a nuestros hermanos, como Jesús dio la vida por nosotros. Hacer de nuestra vida una Eucaristía, un servicio, es la única manera de salvar nuestra vida.

Sólo permanece lo que se ofrece. Ese es nuestro compromiso misionero.

Conclusión

Un sermón aburrido o un sacerdote que no me cae bien no es excusa para no asistir a las misas. Tampoco que no se pueda comulgar en la boca: yo prefiero comulgar arrodillado en la boca y con ambas especies, pero si no puedo, ¡comulgo igual! Quizás algunos necesitan milagros eucarísticos para su fe, pero el milagro ocurre en cada celebración, ¡donde estamos más unidos a Jesús que los que vivieron hace dos mil años junto con Él!

La belleza de la liturgia es parte de este misterio, es expresión eminente de la gloria de Dios, un asomarse del Cielo sobre la tierra. Somos peregrinos en la tierra y el banquete eucarístico es para nosotros anticipación real del banquete final, el de las “las bodas del Cordero” (Ap 19,7-9). La fe se expresa en el rito litúrgico, y éste refuerza y fortalece la fe. Un ritual donde somos protagonistas, viviendo personalmente la celebración, en vez de ser sólo espectadores.

Queremos vivir intensamente el Santo Misterio, con el mismo ardor que sintieron los discípulos de Emaús, renovar en nuestra vida el asombro Eucarístico por el resplandor y la belleza que brillan en el rito litúrgico. Compartir las alabanzas, la alegría, la gratitud y la admiración que renovamos en cada misa. Fortalecer nuestra comunidad cristiana, ¡ahora que el Covid-19 nos ha recordado que somos una sola familia!

Publicado en Perú Católico.