Mientras repaso los datos en torno al Día del Seminario encuentro la noticia de la clausura de la fase diocesana de la causa de canonización del sacerdote francés Jacques Hamel, asesinado el 26 de julio de 2016 mientras celebraba Misa en la iglesia de Saint Etienne du Rouvray, en Normandía, por dos terroristas del llamado Estado Islámico.

El Papa Francisco había concedido la dispensa para iniciar este proceso unos meses después de su muerte, sin esconder su convicción personal de que estamos ante un caso de martirio. De hecho explicó que «el padre Jacques dio su vida para no negar a Jesús, en el mismo sacrificio de Jesús en el altar». Esta convicción del Papa no ha eximido a la Iglesia de una rigurosa investigación en la que se han celebrado 66 audiencias para escuchar a los 5 testigos del asesinato, así como a familiares, amigos, feligreses y compañeros sacerdotes. Además, dos teólogos han examinado los escritos que publicó en la revista de la parroquia y los textos de sus homilías, alrededor de 650.

Jacques Hamel no era un líder carismático ni un gran intelectual. Era, sencillamente, un buen cura de parroquia que conocía la vida de sus feligreses, sus alegrías y desengaños, sus enfermedades y sus cuitas familiares, y que durante años los sostuvo en todo eso haciéndoles presente a Jesús. A sus 86 años seguía celebrando la Misa con gran fervor, como si fuese la primera vez. El arzobispo de Rouen, Dominique Lebrun, ha resumido las 11.000 páginas del expediente enviado a la Congregación para las Causas de los Santos de esta manera: «Lo que me impresiona es la sencillez y la frescura con la que el Padre Hamel nos hacía descubrir el Evangelio como una novedad, nos hacía ver que Cristo es nuestro contemporáneo».

Si aquellos asesinos no hubiesen irrumpido en su iglesia aquella mañana de julio, no hubiésemos sabido nada de buen padre Jacques, y un día su cuerpo habría descansado en un sencillo cementerio de pueblo en Normandía. ¿Cuántos padres Jacques habrán fecundado, en silencio, la tierra europea a lo largo de los siglos? No es una pregunta retórica, es una cuestión decisiva en este momento de plomo en que no resulta extraño que un sacerdote cualquiera sea insultado o escupido al bajar del autobús o mientras camina en un parque de cualquier ciudad europea. Tengo la fortuna de conocer por su nombre a decenas de sacerdotes, más o menos brillantes, más o menos emprendedores, curas como el padre Jacques, cuyas vidas tienen tanto que ver con la mía, es más, que la han sostenido en sus tormentas con su fidelidad cotidiana a Cristo, con su palabra y sus gestos. La mayoría de ellos no saldrán en los periódicos ni en la televisión, pero están en el corazón de la ciudad haciéndolo latir con esperanza. Es lo que han reconocido tantos ciudadanos de Saint Etienne du Rouvray, católicos, musulmanes o agnósticos, también las autoridades de la laica República francesa.

No sé cómo responderían mis amigos curas en un instante supremo como el que hubo de afrontar Jacques Hamel a sus 86 años, porque nadie puede considerarse «preparado» para el martirio. Sabemos que en aquel momento tremendo este hombre anciano se confió al mismo poder, a la misma gracia que le había sostenido durante toda su vida, y aún pudo decir a sus asesinos: «Vete, Satanás». Pienso que mis amigos, en su evidente debilidad, se confiarían también al mismo abrazo de Jesús, porque lo hacen cada día. Vuelvo al principio: ¡qué cosa tremenda hacerse cura hoy! Y qué necesidad tan grande, tan perentoria, tenemos de que haya quien ose decir «sí» a esta llamada.

Publicado en Alfa y Omega.