El Evangelista San Juan expresa en la imagen amable de Jesucristo Buen Pastor la misión del sacerdote. En varios pasajes del evangelio el mismo Jesús la perfila. Nos gusta esa imagen hermosa y sugerente del Buen Pastor que va delante de las ovejas o que lleva una herida sobre sus hombros o que tiene un zurrón colgado al cuello con alimentos y un cayado defensor en la mano. Todos esos signos son muy bellos y elocuentes. Nos hablan de cómo Jesús nos conoce, guía, camina, cuida, defiende, salva, busca y reúne. También se presenta como el siervo doliente con la cabeza cosida por una corona de espinas, sus manos y pies taladrados por los clavos, su costado atravesado por la lanza, todo su cuerpo lacerado por los azotes. Esta imagen no es nada idílica, pero es la más genuina y real. Ese es el Buen Pastor que “da la vida por las ovejas” muriendo en la cruz. Lo había dicho muchas veces: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos” (Jn 15,13).

Precisamente las acciones del sacerdote para evangelizar, santificar y guiar al pueblo cristiano reciben el nombre de trabajo “pastoral” porque encuentra su mejor figura y modelo en las acciones descritas del Buen Pastor. Así, los sacerdotes dedican como Jesús un gran porcentaje de su tiempo a atender a los enfermos, a los pobres, a los más necesitados. Cuidan y defienden a sus fieles de las asechanzas contra la fe, levantan y sanan a los caídos en el sacramento de la penitencia, animan en las crisis de fe a los pusilánimes, acogen a todos con un corazón misericordioso como el de Jesús. Comparten las alegrías y los triunfos y también los problemas, dolores, tristezas y derrotas de todos. Promueven las Obras de Misridordia.

Por medio de la catequesis y la predicación guían a los fieles por los senderos de la virtud y la santidad. Reparten el mejor de los alimentos que es la Eucaristía y los sacramentos, para que “tengan vida abundante” (Jn 10,10). Oran por los vivos y difuntos. En resumen: con fe y misericordia, alegría y generosidad realizan una entrega total de sí mismos. No se pertenecen, sino que son de y para la Iglesia, de la comunidad a la que sirven para su construcción. Lo expresa muy bien el himno de alabanza del prefacio de la misa Crismal: “Los sacerdotes renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan a tus hijos el banquete pascual, presiden a tu pueblo santo en el amor, lo alimentan con tu palabra y lo fortalecen con tus sacramentos”.

La grandeza y belleza del ministerio pide a los sacerdotes la santificación personal tratando de modelar su existencia en la de Cristo, conformándose a su imagen. Por eso cultivan un equilibrio entre unión con Dios y apostolado, entre la oración y la acción, entre el ser y el hacer. Esto requiere constancia, fidelidad y renovación permanente de la gracia recibida en la ordenación sacerdotal.

El pueblo cristiano, conociendo la complejidad del ministerio sacerdotal, aprecia, venera y ayuda a sus sacerdotes a cumplir bien su misión. Son sus buenos amigos, aliento y alegría en los trabajos por el evangelio y las dificultades. Una costumbre excelente de las parroquias es la celebración de los “jueves sacerdotales” en los que las comunidades rezan por sus sacerdotes. También, todos años, el cuarto domingo de Pascua está dedicado a Jesucristo Buen Pastor. Es el día de gratitud y reconocimiento de quienes, como Jesús, son pastores de los fieles. Dice San Francisco de Asís: “El hombre debería temblar, el mundo debería vibrar, el cielo entero debería conmoverse profundamente, cuando el Hijo de Dios aparece sobre el altar en las manos del sacerdote”.