Tengo sobre la mesa una serie de noticias de los últimos días sobre la vida de la Iglesia en diversos países de Europa occidental. Es una vida que afronta desafíos muy diversos, del cansancio de la fe a la hostilidad ambiental, de la escasez de vocaciones a la tentación de asimilarse a la cultura dominante, o por el contrario, atrincherarse para defender con uñas y dientes el propio territorio. De ninguna de estas cosas podemos asombrarnos ni escandalizarnos, pero sí es justo preguntar de dónde puede nacer la energía para afrontarlos.

En Holanda se ha vivido hace pocas semanas un episodio doloroso que pone de manifiesto el declive (por otra parte bien conocido) de la presencia social de la Iglesia. El arzobispo de Utrech, cardenal Wim Eijk, ha tomado la amarga decisión de cerrar varias iglesias, lo que ha provocado un comprensible descontento entre un sector de sus fieles. Eijk no es precisamente un hombre que se pliegue a los vientos de la moda, pero tiene que afrontar la realidad de una comunidad católica depauperada. Y en respuesta a las invectivas recibidas ha recordado que “Jesús nos pidió proclamar la fe hasta los confines de la tierra, pero no nos dijo que tuviéramos que construir templos en todos los lugares”.

Ante la crisis que afronta la Iglesia, ha dicho el cardenal, “lo que necesitamos no son enfados ni protestas, sino comunidades renovadas en la fe”. Conozco la bella ciudad de Utrech, viejo bastión del catolicismo holandés, y puedo entender la desazón de los fieles que han protestado. Pero la verdad, la auténtica desazón la debería provocar la crisis de fe y no tanto que se cierren templos cuando no hay sujeto cristiano que los habite y sostenga. La urgencia debe consistir en dar vida a una nueva presencia cristiana, que no puede ceñirse a los recintos de siempre, entre otras cosas porque la gente a la que debemos llegar suele pasar cada vez menos por allí.

Otro de mis apuntes se refiere a Dublín, tras los demoledores resultados del referéndum que ha dado vía libre al llamado matrimonio homosexual en la isla de San Patricio. El arzobispo Diarmuid Martin ha dicho que el país afronta una verdadera revolución cultural y que muchos en la Iglesia han tardado en detectarla. Más aún, ha señalado que el 90% de los jóvenes que han votado “sí” han estudiado en colegios católicos. Mons. Martin ha recordado que durante una visita ad límina, Benedicto XVI había preguntado a los obispos irlandeses “dónde están los puntos de contacto entre la Iglesia y los centros en los que se forja la cultura irlandesa hoy”. Esa pregunta, ha reconocido el arzobispo de Dublín, aún espera una adecuada respuesta. Por cierto, ¿qué pasaría si el Papa formulase la misma cuestión a los obispos españoles?

Tras los resultados del referéndum irlandés, que no pretendo analizar aquí en toda su complejidad, ya no hay espacio para falsas ensoñaciones. Muchos hablan ahora de la necesidad de que la Iglesia haga cuentas con la realidad y vuelva a conectar con las jóvenes generaciones. De acuerdo con la cura de realismo y de humildad, pero en este caso “hacer cuentas con la realidad” no puede consistir en adaptarse al siglo, sino en hacer brillar de nuevo la verdad del hombre y de la mujer, de la sexualidad y de la familia. Y la vía maestra habrá de ser el testimonio de las propias familias, lo que no excluye un renovado discurso a la altura de las circunstancias.

La última estación de este recorrido se sitúa en Alemania. No es un secreto que las aguas eclesiales bajan revueltas en la tierra de San Bonifacio, pero aquí la novedad radica en algunas manifestaciones de singular frescura y libertad que están protagonizando algunos pastores. Primero fue el joven obispo de Passau, Stefan Oster, que se “atrevió” (porque hace falta valor para desafiar a la telecracia y a la demoscopia, también en la Iglesia) a responder en su perfil de Facebook a las peticiones planteadas por el ZdK (Comité Central de los católicos alemanes) para adecuar la enseñanza y disciplina eclesial sobre la familia a los valores culturales de la sociedad actual.

El obispo ha respondido que los “valores vividos” por algunas personas, o “los signos de los tiempos” (o sea, la opinión mayoritaria jaleada por los medios) no son suficientes para cambiar una enseñanza de 2.000 años que se basa en la Revelación, ya que Jesucristo “no es un valor” sino la misma Palabra de Dios. Lo notable del caso es que otros cinco obispos alemanes tomaron la iniciativa de publicar una carta mostrando a su hermano su gratitud y su apoyo. Entre otras cosas escribían que “en Alemania vivimos hoy en una sociedad profundamente secularizada. Este hecho no nos debe descorazonar ni hacer que busquemos adaptarnos a la opinión de la mayoría, sino que debemos entenderlo como una oportunidad para redescubrir la singularidad de la vocación cristiana en el mundo de hoy. Una proclamación fiel y sincera de la enseñanza de Jesús en la Palabra de Dios, y el desarrollo de la relación con Él como la riqueza de nuestras vidas, como tú has mostrado en tu réplica, son absolutamente necesarios en esta situación”.

En la misma línea, llama la atención lo que ha dicho el arzobispo de Friburgo, Stephan Burger, también él muy joven, con motivo de sus bodas de plata sacerdotales: “veinticinco años atrás no di este paso para proclamar los fallos de los hombres de Iglesia, sino esta Palabra que ha venido del Padre y que es Cristo mismo… Las estructuras pueden ser objeto de reforma en el tiempo, pero no el amor de Cristo, ni su mensaje, y del mismo modo, la naturaleza de la Iglesia es, en última instancia, inamovible”.

No son tiempos fáciles los que le esperan a la Iglesia en la vieja y cansada Europa, pero soy de los que piensan que, en nuestro continente, la fe dista mucho de haberse agostado, e incluso allí donde por un tiempo parece sumergirse bajo tierra, la chispa puede volver a encenderse. Y como diría el Siervo de Dios Don Luigi Giussani, “en medio de un desastre, valorar lo que tiene valor es una muestra de inteligencia y de suma sabiduría”. A ver si se me pega algo.

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