Es una ventana que muestra un horizonte oscuro, como cambiando los contornos de la esperanza por los trazos de la tristeza. Sus brumas nos imponen un rictus de preocupación, y en algunos casos un razonable miedo y sobresalto. ¿Qué cuadro nos dibuja este momento tras nuestro cristal blindado cuando nos asomamos al ventanal de estos días? Que la vida es vulnerable. Mucho. Que no hay paraguas atómico ni medidas de seguridad ante gente que decide segarte la vida si no te pliegas a sus dictámenes y credos. En nombre de un dios inexistente que se les aparece en el fantasma de su fanatismo para pedirles que maten al infiel a sangre fría o a sangre caliente, se alejan del verdadero Dios clemente y misericordioso, un Dios que no odia lo que Él ha creado y que siempre es amigo del hombre, como dice la Biblia.

Por eso no hay fisura en la condena que tantos hemos hecho ante este último atentado contra la vida que ha asesinado vilmente a unas personas, independientemente de lo que ellas pensasen, creyesen, escribieran o dibujasen. La vida vale más que todo eso, es más sagrada que todo eso, motivo por el cual «eso» (lo que piensan, creen, escriben o dibujan) es menos importante, tan infinitamente inferior que jamás legitima que por ello te puedan asesinar.

Pero dicho esto, deberíamos abrir una reflexión sobre la indignación dolida de nuestro herido occidente ante este ataque por parte de unos extremistas radicales. La revista francesa L’homme nouveau ha publicado un artículo sereno, lúcido y valiente por firmarlo contracorriente cuando estábamos en el punto álgido de la tragedia de los asesinatos de París en estos días. Frente al eslogan que ha sido repetido por doquier como un mantra, esta otra revista francesa ha dicho lo siguiente:

«Yo no soy Charlie: la libertad de expresión y la libertad de prensa no dan derecho a insultar, despreciar, blasfemar, a pisotear o burlarse de la fe o de los valores de los ciudadanos, ni a atacar de modo sistemático a las comunidades musulmana o cristiana. No, yo no soy Charlie y nos choca ver a Mahoma como una boñiga con turbante o a Benedicto XVI sodomizando niños. No es cuestión de tolerancia o librepensamiento: el insulto es una violencia. Charlie murió por haber minimizado los riesgos del Islam radical. Pensó que por vivir en un país cristiano podía insultar de forma segura. Yo no soy Charlie, pero soy cristiano. No he pensado ni por un solo instante que tenían que morir, o que habían encontrado lo que merecían. Paz a sus almas y que Dios les acoja, si ellos quieren, en su misericordia. Pero yo no soy Charlie».

Yo sólo soy cristiano. Por eso condeno esta matanza, al tiempo que leo con agrado a los que tienen la lucidez de condenar los execrables atentados que han acabado con estas vidas, y tienen la libertad de denunciar también la violencia que entraña siempre el insulto, el desprecio, la mofa, la ridiculización, la blasfemia, todo lo que injustamente hiere hasta la ofensa los sentimientos y las creencias de las personas que los tienen y las profesan, porque esto a su modo también es violencia.

Hay gente que está siendo asesinada por estos fanáticos extremistas por tener sencillamente un nombre cristiano, una fe cristiana, una vida cristiana. En Siria, Afganistán, Nigeria, Libia… matan a cristianos, secuestran a niñas cristianas, expulsan a cristianos de su tierra, roban sus casas y sus iglesias, sin que casi nadie de Occidente lo denuncie, ni se hagan conjuras intergubernamentales, ni se convoquen manifestaciones callejeras, ni se lloren a los que inocentes de toda provocación y ofensa, son masacrados sencillamente por ser diferentes, por ser cristianos sin serlo contra nadie.