Todos necesitamos, cada cierto tiempo, un periodo prolongado de descanso físico, psicológico y espiritual: necesitamos de vacaciones. A cuantos tienen la fortuna de poder gozar de ese espacio les deseo que gocen de él. A todos deseo que tengan la posibilidad de ese tiempo en el que cesan las ocupaciones ordinarias para dedicarlo al descanso y a otras dimensiones humanas importantes que la vida diaria no facilita. Las vacaciones se viven muy a menudo como una deliciosa pausa que interrumpe la monotonía profesional del propio trabajo. Son días en que se intensifica el bienestar y se vive en la evasión. El «evadirse» de las vacaciones no significa, de suyo, huida de lo fundamental. La temporada vacacional es tiempo muy propicio para que las personas se reencuentren en su equilibrio interior y exterior, consigo mismo y con los otros, con la naturaleza y el ambiente. Por ser tiempo de descanso, se deberían cuidar los momentos de interioridad, de reflexión personal, de silencio, de escucha, hallar tiempo necesario para el espíritu. Un fin de las vacaciones es que cada uno se encuentre a sí mismo, recupere el «buen» ánimo, la propia y verdadera libertad, y refuerce el sentido de la propia vida. Las múltiples ocupaciones y afanes de la vida ordinaria y del trabajo, con frecuencia, no nos dejan espacio para algo tan fundamental como el silencio interior y el cultivo del espíritu. Con ello olvidamos, sin duda, desde dónde obramos. Son muchas cosas en la agitación cotidiana que dificultan la atención a los fines esenciales de la vida y amenazan con vaciarnos del todo y hacer de nosotros simples piezas del sistema. Por eso el «retiro» vacacional y ese silencio e interioridad de las vacaciones son un tiempo privilegiado, una verdadera gracia que se nos ofrece. Con frecuencia las vacaciones para no pocos resultan abandono y enfriamiento de la experiencia religiosa, cuando, por el contrario, ofrecen un tiempo propicio para su recuperación y fortalecimiento. Tiempo para la meditación y la oración sin prisas, para la lectura sosegada de la palabra de Dios que reconforta, para retiros y ejercicios espirituales, para visitas a santuarios que ayudan al silencio exterior y la escucha interior. Vivir las vacaciones es oportunidad preciosa para nuestra reconciliación con la naturaleza y así reencontrar nuestra propia verdad de hombres. Entrar en contacto con esta escena siempre abierta, nueva y maravillosa, que es la naturaleza en su más genuina expresión: el espacio, la atmósfera, los animales y las cosas; el mar, los ríos, las fuentes, los montes, las llanuras; el cielo con sus auroras, sus mediodías, sus puestas de sol, sus noches estrelladas y encantadoras; todo ello nos habla de Dios y nos habla del hombre: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (Salmo 8). Inseparable de toda esta riqueza del tiempo vacacional es la oportunidad espléndida para renovar y fortalecer las relaciones personales: las relaciones de la familia, sobre todo, –esposos, padres, hijos, hermanos, abuelos–, que, a veces, durante el año resultan escasas y dominadas por las ocupaciones diarias. Relaciones y amistades nuevas y enriquecedoras con gentes venidas de otras partes. Uno de los valores de las vacaciones es sin duda el encuentro interpersonal, el estar juntos con los demás por el gozo de la intimidad familiar o de la amistad y el compartir momentos de paz, de diálogo, de charla apacible, de compartir la misma mesa... * El Cardenal Antonio Cañizares es prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. * Publicado en La Razón.