En el elenco cronológico de las 65 curaciones de Lourdes de las que la Iglesia, en la persona del obispo de la diócesis de procedencia, ha reconocido oficialmente el «carácter sobrenatural», el puesto 51 pertenece a un italiano. Se trata de Evasio Ganora, un campesino de Casale Monferrato. Nacido en 1913, a los 36 años – por tanto, en 1949 – lo golpeó una enfermedad terrible cuyo pronóstico «es siempre nefasto», como dicen los manuales de medicina: la «linfogranulomatosis maligna», conocida como el «linfoma de Hodgkin». Durante meses, el desgraciado – padre, además, pese a su juventud, de cinco hijos – pasó de un hospital a un laboratorio, de un especialista a una consulta, con frecuencia con docentes universitarios de mucha fama. Obviamente, nadie podía prever que, de esta forma, se formaba un dossier médico que permitiría establecer de forma irrefutable el hecho prodigioso que estaba a punto de suceder. En efecto – una vez inútiles todos los tratamientos tanto químicos como físicos permitidos por la ciencia de aquellos años – los especialistas que seguían a Ganora emitieron, unánimemente, un veredicto terrible: la muerte es inminente en unas semanas o, como máximo, en unos meses. Habiendo sabido que iba a salir un tren organizado por Oftal, una de las organizaciones beneméritas para el transporte de enfermos a Lourdes, el moribundo pidió participar. Los médicos dieron el permiso, convencidos de que ya no había nada que perder: en todo caso, las fatigas del viaje abreviarían los sufrimientos de un camino cuya trágica meta, ya próxima, está marcada. En camilla, exhausto, con fiebre alta que ya hace tiempo que no le baja, el desgraciado llega a Lourdes la tarde del uno de junio de 1950. Al día siguiente lo llevan a las piscinas. Durante la inmersión se sintió «golpeado por una descarga eléctrica, como una corriente muy caliente a través de todo el cuerpo»: éste es su testimonio. Una curación «inmediata y radical», establecerían después los colegas médicos en la larga serie de comprobaciones que, como era habitual, se hicieron a continuación del acontecimiento extraordinario de aquel 2 de junio. Baste decir que Ganora – llegado, como sabemos, en camilla – volvió a pie desde las piscinas al hospital donde había sido ingresado a su llegada. La visita realizada inmediatamente (y por el mismo médico que lo había examinado al llegar y que, por tanto, conocía bien su estado precedente) estableció que había cesado la fiebre; que habían desaparecido los engrandecimientos de los ganglios linfáticos; que el bazo y el hígado, aumentados de volumen de forma impresionante a causa de la enfermedad, habían vuelto a sus dimensiones normales. La misma tarde, el ex enfermo volvió a alimentarse de la forma abundante que era habitual en él antes de la enfermedad. A la mañana siguiente (tras un sueño largo y tranquilo) trepó con los demás por la colina que recubre la gruta y donde se siguen las estaciones del Via Crucis. Un día más tarde, se unió a los «brancadiers», los camilleros voluntarios: así, era él quien conducía a desgraciados a aquellas piscinas a donde – sólo dos días antes – él mismo había sido transportado moribundo. Cuando volvió a Casale, retomó plenamente su duro trabajo de cultivador directo. Por tanto, un caso clásico de lo que puede suceder en Lourdes. Y también fue clásica la repetición de visitas, en los años sucesivos, del «Bureau médical» para constatar que la curación se hubiera mantenido y que no hubiera recaídas. Los especialistas – todos profesores universitarios y, también ellos, elegidos por competencia en cada especialidad y no por fe religiosa – tuvieron a su disposición, para los análisis, productos histológicos del paciente antes de su curación, de forma que pudieran confirmar (aunque no hubiera necesidad, visto el número y la exactitud de las consultas y exámenes que habían precedido al hecho) el diagnóstico de «linfogranulomatosis maligna de tipo Hodgkin». Es interesante referir aquí algunas frases de la relación final del Comité, firmada por unanimidad por los veinticinco médicos presentes el 22 de febrero de 1955: «Cuatro años y cuatro meses después de la curación declarada, monsieur Evasio Ganora presenta un estado normal y no se ha constatado ninguna recaída en su enfermedad. Se está en derecho de declarar que esta evolución diverge profundamente de la que la experiencia médica ha permitido, hasta hoy, asignar a la enfermedad de Hodgkin. Nosotros, médicos firmantes, no hemos podido identificar otros ejemplos de una evolución semejante del mal». Aquellos especialistas concluían: «Consideramos que el caso Ganora presenta todas las características que autorizan al Comité médico internacional a proponer un hecho de curación inexplicable a la autoridad eclesiástica. Nos permitimos añadir que este Comité parece haberse ocupado muy rara vez de hechos tan insólitos como estos de los que hemos dado parte ahora». Así, todo el dossier se transmitió, inmediatamente después, a la autoridad diocesana de Casale. La comisión creada por el obispo nombró, a su vez, a otra, como está prescrito, constituida por médicos. Se procedió a nuevas visitas, análisis y comprobaciones. Mientras tanto, trabajaban también teólogos y canonistas. Esto nos permite comprender que esta longitud y complejidad de repeticiones, que prevé tres grados de juicio con todos los interrogatorios y visitas consecuentes, empuje a muchos protagonistas de curaciones inexplicables a dar gracias al Cielo en privado, sin presentarse al Bureau. Volviendo a lo nuestro, el 31 de mayo de 1955, monseñor Giuseppe Angrisani, entonces obispo de la diócesis monferrina, puesta bajo la protección de san Evasio (de donde viene el nombre de bautismo del protagonista del caso), promulgaba el siguiente documento breve: «Nosotros juzgamos y declaramos que la curación de Evasio Ganora, ocurrida en Lourdes el 2 de junio de 1950, es milagrosa y debe atribuirse a la intervención especial de la Beata Virgen Inmaculada, Madre de Dios». Sin embargo, en vez de fiesta, drama. Pocos días antes del comienzo del año centenario, por tanto, a finales de diciembre de 1957, Ganora trabajaba, como siempre, en sus campos y, como siempre, tenía buena salud. Por un temblor imprevisto, cayó del tractor que conducía: las ruedas lo arrastraron y le aplastaron el tórax, matándolo. No tenía más que 44 años, algunos de sus cinco hijos eran aún pequeños y más necesitados de él que nunca. Sí, también por esto hemos elegido su caso: curado, ciertamente, y de forma «inexplicable» para la ciencia, «milagrosa» para la Iglesia. Pero restituido a la salud y a la vida sólo durante siete años: pasados los cuales, esa vida se le pidió nuevamente. Y de forma sanguinolenta, dramática, aún joven, lejos por unas décadas de la edad media de muerte en el mundo occidental contemporáneo. La intervención del Cielo y la movilización de la ciencia terrena: y todo sólo para una pequeña dilación, una breve prórroga que, además, habrá agravado el dolor de la familia, confiada de que todo fuera bien tras semejante signo de la benevolencia divina. Habían pasado sólo dos años desde la declaración episcopal a su favor, en la que se reconocía «una intervención especial de la Beata Virgen Inmaculada, Madre de Dios». Evidentemente, no hay respuesta a las muchas preguntas que se agolpan. No la hay, si no en la meditación – por lo menos para el creyente – de la palabra de Dios referida por el profeta («Vuestros caminos no son mis caminos» Is 55,8) o del grito del apóstol Pablo («¡Qué incomprensibles son sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoció el pensamiento del Señor?» Rm 11,33 s.). Además, obviamente, nadie puede ignorar que, no sólo Ganora, sino todos los que han sido sanados en el cuerpo en Lourdes han muerto o morirán, aunque por males distintos a aquellos por los que se dirigieron a la intercesión de María. Aunque el caso de nuestro campesino llame especialmente la atención, todos los demás también obedecen a la ley de la vida, que no conoce ningún «final feliz», puesto que una fosa nos espera a todos al final de la más o menos larga – pero siempre provisional – estancia entre los vivos. El «vivieron felices y contentos para siempre» es el final de los cuentos, no de las historias reales. Las cuales tienen la evolución cruelmente resumida por Pascal: «Por hermosa que haya sido la comedia, antes o después, una pala de tierra en la cara; y todo ha terminado». Es una reflexión obvia, tal vez de aparentemente banal. Y, sin embargo, permite precisar la perspectiva del católico ante el más impresionante dossier de curaciones «físicas» que no dejan de verificarse, a los pies del Pirineo, desde 1858. Es decir, el creyente sabe que lo que el Evangelio promete – lo que se nos promete a todos – es, sí, la «curación» radical y definitiva también del cuerpo; pero sólo cuando éste resucite a la vida eterna. Única entre las religiones, el cristianismo no anuncia sólo la salvación del alma, la supervivencia del «espíritu», sino también la resurrección de la carne. También ella está destinada – aunque misteriosamente transfigurada – a vivir en la eternidad: también para demostrar esto resucitó Jesús, modelo y anticipación de la resurrección de todo hombre, pide de comer y se vuelve a sentar en la mesa con sus discípulos.