La crisis bancaria y consecuentemente económica que nos ha embestido y que está aún muy lejos de terminar, suscita muchas preguntas. ¿Ha sido causada por la irresponsabilidad y por la ambición de muchos y diferentes bancos, especialmente bancos de inversión? ¿O por falta de reglas rígidas para los mercados financieros internacionales, por la falta de funcionamiento de la supervigilancia sobre los bancos y finanzas, por la separación e independencia de una economía financiera virtual (y acrobática), por la economía real de la producción y de los bienes? Probablemente contribuyeron a ella varios factores como esos, unidos a una ingenua confianza en un mercado «libre» y sin reglas. Pero buscando las causas únicamente en esta dirección no llegamos muy lejos. De hecho el sistema que se ha venido constituyendo en este campo por décadas con éxito y con amplios ganancias materiales pero que también con una creciente distancia entre pobres y ricos, ese «turbo-capitalismo» (llamado así por Helmut Schmidt) que con la globalización mundial ha alcanzado una nueva calidad, antes de provocar un derrumbe, no puede ser definido y explicado sólo haciendo referencia a comportamientos equivocados de personas individuales o incluso de grupos. Esto ciertamente puede haber contribuido, pero más globalmente se trata de frutos de un sistema de interacción consolidado y muy difundido que sigue una propia lógica funcional, y a ella subordina todo el resto. Este sistema de integración se ha transformado en un sistema de acción: el capitalismo moderno. Este forja el comportamiento económico (y en parte también no económico) de los individuos y lo integra en el sistema. Estos son ciertamente los actores, pero en su comportamiento no siguen tanto un propio impulso, sino más bien los estímulos derivados del sistema y de su lógica funcional. El carácter inhumano del capitalismo ¿Pero cómo se presenta más precisamente el capitalismo moderno como sistema de acción? En esto nos puede ayudar un gran sociólogo humanista del siglo pasado, Hans Freyer. En su libro «Theorie des gegenwärtigen Zeitalters [Teoría de la época actual]» nos habla de los "sistemas secundarios" como productos específicos del mundo industrializado moderno y analiza con precisión la estructura de los mismos. Los sistemas secundarios están caracterizados por el hecho de desarrollar procesos de acción que no se relacionan a ordenamientos preexistentes, sino que se basan en pocos principios funcionales, de los que están construidos y de los que extraen su racionalidad. Estos procesos de acción integran al hombre no como persona en su integridad, sino sólo como las fuerzas motoras y las funciones que se requieren por los principios y por su actuación. Lo que las personas son o deben ser queda fuera. Los procesos de acción de este tipo se desarrollan y se consolidan en un sistema difundido caracterizado por su específica racionalidad funcional, que se sobrepone – influenciándola, cambiándola y modelándola – a la realidad social existente. Esa es la clave para el análisis del capitalismo como sistema de acción. Ella se basa en pocas premisas: libertad general del individuo y de asociaciones de individuos en materia de adquisiciones y contratos; plena libertad en materia de transferencias de mercancías, negocios y capitales fuera de los límites nacionales; garantía y libre disposición de la propiedad personal (incluido el derecho de sucesión), entendiendo como propiedad la posesión de bienes y dinero, sino también posesión de saber, tecnología y capacidad. El objetivo funcional es la general liberación de un interés lucrativo potencialmente ilimitado, además de las potencialidades de ganancia y de producción, que operan en el libre mercado y entran en competencia entre ellas. El impulso decisivo es dado por un individualismo egoísta que empuja a las personas involucradas a adquirir, innovar y ganar. Tal empuje constituye el motor, el principio activo; no persigue un objetivo con contenidos preexistente, que fija las medidas y límites, sino una ilimitada dilatación de sí, el crecimiento y el enriquecimiento. Por ello es necesario eliminar o dejar de lado todos los obstáculos y todos los reglamentos que no son solicitados por las premisas citadas anteriormente. El único principio regulador debe ser el libre mercado. El punto de partida y la base de la construcción no son la satisfacción de las necesidades de los hombres y su creciente bienestar; ellos siguen el proceso y su progreso, son – por decir así – una consecuencia del sistema funcionando. El derecho y el Estado como su tutor tienen únicamente la tarea de asegurar la posibilidad de desarrollo y el funcionamiento de este sistema de acción. Son una variable funcional, no una fuerza preexistente de ordenamiento y limitación. El dinamismo y la influencia sobre los comportamientos de un sistema así son enormes. El mismo sistema se vuelve, y es, sujeto de comercio. Realización de ganancias, crecimiento de capital, aumento de la producción y de la productividad, autoafirmación y crecimiento en el mercado constituyen el principio motor y dominante, cuya racionalidad funcional integra y subordina todo el resto. Los trabajadores son tomados en consideración sólo en base a la función que desarrollan y a los costos que comportan, por lo cual se reducen al menor número posible. Su sustitución, donde es posible, por máquinas o tecnologías automatizadas para reducir los costos se presenta no sólo como algo racional sino económicamente necesaria. La compensación por los problemas sociales y los despidos que de ello derivan no se considera en esta lógica funcional, sino que viene demandada al Estado y a su función de garantía, que precisamente por esto puede imponer tasas y solicitar contribuciones, que de todos modos comportan todavía costos para las empresas. El principio estructurante no es la solidaridad hacia las personas y entre ellas; sólo se le toma en consideración como reparación para bloquear, y en parte compensar, las consecuencias perjudiciales y deshumanas del sistema, que se desarrolla en base a la propia lógica interna. No se puede poner en duda las extraordinarias realizaciones en términos económicos y de bienestar que el capitalismo estructurado de esa manera produce no sólo en los países, pero hoy también a nivel mundial, no obstante todas sus faltas y deficiencias; nosotros mismos, habitantes de Occidente, obtenemos grandes ganancias del mismo. Sin embargo, no se puede no ver que se trata de un proceso en continua progresión. Basado en su misma dinámica este busca continuamente extenderse e integrar en su lógica funcional todos los ámbitos de la vida en la medida en que tienen un lado económico, con amplias repercusiones también en el campo de la cultura y del estilo de vida personal. De aquí la rápida difusión de trato economicista en todos los aspectos de la vida. Hoy lo constatamos sobre todo en el sistema sanitario. Marx había visto correctamente Ya hace más de 150 años, Karl Marx lo había analizado claramente y lo había expresado, e impresiona la actualidad de su pronóstico: »Gracias a que usufructúa el mercado mundial, la burguesía ha hecho cosmopolita la producción y el consumo de todos los países. Ha privado la industria de su fundamento nacional. Las antiquísimas industrias nacionales han sido y son diariamente aniquiladas. Son reemplazadas por industrias nuevas, cuya introducción se vuelve una cuestión de vida o muerte para todas las naciones civiles, industrias que no trabajan más materias primas locales, sino materias primas importadas de zonas muy lejanas, y en las que los productos no son consumidos exclusivamente en el país sino en todas partes en el mundo. […] El lugar de la antigua autosuficiencia y del aislamiento local y nacional es ocupado ahora por un tráfico universal, una universal dependencia recíproca entre las naciones. Y como en la producción material, así también en la producción intelectual. Gracias al rápido mejoramiento de todos los instrumentos de producción, a las comunicaciones extremadamente más fáciles, la burguesía lleva la civilización a todas las naciones. Los bajos precios de sus mercancías son la artillería pesada con la que ella arrasa todas las murallas chinas, […] obliga a todas las naciones a adoptar, si no quieren morir, el modo de producción burgués». Para nuestro tiempo es necesario agregar que, gracias a una perfecta organización a nivel mundial del transporte de containeres por vía marítima, son mínimos los costos de transporte de mercancías y productos, por lo que las grandes distancias ya no desalientan más, sino más bien estimulan el comercio a nivel mundial. Y no está fuera del desarrollo, sino corresponde más bien a su lógica, el hecho que, en la búsqueda de posibilidades de ganancia siempre nuevas, se difunden siempre más, en el campo de los mercados financieros, los negocios basados únicamente en el capital ficticio y en su multiplicación, con la tendencia a no tener cuenta los datos de la economía real y a causarles daño. Karl Marx ya había visto también esto. El Estado y el derecho pueden ciertamente desde afuera fijar límites al sistema del capitalismo e imponerle reglas, limitar los excesos y las consecuencias inaceptables, en la medida que el ordenamiento estatal – que de parte suya está vinculado a la promoción de una economía favorable al crecimiento – tiene la fuerza para hacerlo. Y en una cierta medida también lo hace. Sin embargo también en caso de lograrlo, esta sería una corrección marginal, que debe ser una extorsión a la lógica funcional del sistema, en cuanto que esta última apunta siempre a la mayor desregulación posible. Derribar el capitalismo hasta sus cimientos ¿Por tanto, de qué sufre el capitalismo? No sufre solo a causa de sus excesos y de la avidez y del egoísmo de los hombres que en él operan. Sufre a causa de su punto de partida, de su principio funcional y de la fuerza que crea el sistema. Por ello es imposible curar esta enfermedad con remedios marginales; sólo se puede curar cambiando el punto de partida. Es necesario sustituir el extendido individualismo en materia de propiedad privada, que toma como punto de partida y principio estructurante la ganancia de sus individuos potencialmente ilimitada, considerada derecho natural y no sujeto a alguna orientación de contenidos, con un ordenamiento normativo y una estrategia de acción, basados en el principio según el cual los bienes de la tierra, es decir la naturaleza y el ambiente, los productos del suelo, el agua y las materias primas no pertenecen a quienes fueron los primeros en posesionarse y usufructuar de ellos, sino que están destinados a todos los hombres, para satisfacción de sus necesidades vitales y para alcanzar el bienestar. Es un principio radicalmente diferente; su punto de partida y de referencia es la solidaridad de los hombres en su vivir juntos y en competencia. Es desde esto que se hace necesario deducir las normas fundamentales en base a las cuales se ha de informar los procesos de acción, económicos pero también no económicos. La elección de un punto de partida así no es del todo nueva. Se relaciona a una antigua tradición, que se perdió en el momento del paso al individualismo de la propiedad y al capitalismo. Tomás de Aquino, el gran teólogo y filósofo del Medioevo, afirmaba explícitamente que en base al derecho natural, es decir al ordenamiento de la naturaleza querido por Dios, los bienes terrenos están ordenados a la satisfacción de las necesidades de todos los hombres. La propiedad privada del individuo existe sólo en el cuadro de este destino universal de los bienes, y se subordina a este. Ella no pertenece al derecho natural en sí, sino que es un agregado legislativo que se justifica por motivos prácticos, porque cada uno cuida mayormente lo que le pertenece a sí mismo, más que lo que le pertenece a todos, porque es más conforme al objetivo que cada uno posea y administre las cosas por sí mismo y, en fin, porque la propiedad privada favorece la paz entre los hombres. Luego Tomás distingue también entre posesión, administración y uso de lo que se posee. Mientras el primero toca sólo al individuo, el uso debe tener en cuenta el hecho de que los bienes exteriores, en base a su destinación originaria, son comunes, por lo que quien está provisto de ellos debe compartirlos voluntariamente con los pobres. Por ello, para Tomás, en caso de extrema necesidad, el robo no es pecado. Aquí aparece un modelo que es contrario al capitalismo. Un modelo que parte de otros principios fundamentales y así desenmascara también el carácter inhumano del capitalismo. La solidaridad no aparece más como una reparación, para bloquear y compensar las consecuencias dañosas de un individualismo desenfrenado en materia de propiedad, sino como un principio estructurante de la convivencia humana también en el ámbito económico. Este punto de partida opera en muchos modos: atribuciones de los productos del suelo y de las materias primas naturales; relaciones con los bienes de consumo y el ambiente, naturaleza, agua y aire; rol directivo de lo que es trabajo respecto al capital; límites a la acumulación de propiedad y de capitales; reconocimiento de los otros seres humanos – también de las futuras generaciones – como sujetos y socios en el campo del uso, del comercio y de la posesión, en que como objetos de posible explotación. De este modo se tiene un cuadro normativo, dentro del cual el sentido de la posesión y del uso personal, la garantía de la propiedad, pueden y deben tener un significado propio pragmático y su función como fuerza motora del proceso económico y de su progreso. Pero siguen ligadas al concepto prioritario de la solidaridad, que ofrece orientación de contenido y pone límites a una expansión ilimitada. Después de Marx, es la hora de la Iglesia Esta no es la sede para elaborar en detalle un modelo teórico y práctico así, inspirado por el principio de solidaridad. Los fundamentos para hacerlo se encuentran en la tradición de la doctrina social cristiana. Basta despertarlos del sueño de bella durmiente en el bosque y aplicarse con decisión a traducirlos en la práctica. Esta doctrina social de la Iglesia ha asumido largamente respecto al capitalismo, impresionada por sus indiscutibles éxitos, una actitud más bien de defensa. Lo ha criticado sobre puntos específicos en vez de ponerlo en discusión en cuanto tal. El actual y evidente derrumbe del capitalismo a causa de su expansión ilimitada y casi sin reglas puede, y debería, permitirle a la doctrina social de la Iglesia una crítica radical. Para esto el magisterio social puede remitirse simplemente al Papa Juan Pablo II, el crítico más lúcido y enérgico del capitalismo después de Karl Marx. Ya en su primera encíclica emprendió la evaluación del sistema en cuanto tal, de sus estructuras y de los mecanismos que dominan la economía mundial en el campo de las finanzas y del valor del dinero, de la producción y del comercio. En su opinión, estos se han demostrado incapaces de responder a los desafíos y a las exigencias éticas de nuestro tiempo. El hombre «no puede volverse esclavo de sus cosas, esclavo de los sistemas económicos, esclavo de la producción, esclavo de sus propios productos». Pero la nueva orientación solidaria y la transformación de un extendido sistema de acción económico que, como hemos mostrado, no tiene en consideración la naturaleza y la vocación del hombre, y más aún las contradice, no viene por sí sólo. Requiere un poder estatal en grado de actuar y decidir, que vaya más allá de la mera función de garantía del desarrollo del sistema económico y de verificación del paralelogramo de las fuerzas, y que asuma eficazmente la responsabilidad del bien común mediante la limitación, la orientación y también el rechazo de la persecución del poder económico, buscando continuamente reducir al mismo tiempo las desigualdades sociales. Es imposible realizar una transformación así con simples intervenciones de coordinación. ¿Pero dónde se encuentra hoy un estado así? Frente al tejido económico mundial la fuerza del Estado nacional ya no es suficiente; será siempre derrotada por las fuerzas económicas que operan a nivel mundial. Por otra parte, es imposible organizar un estado a nivel mundial, bajo forma de Estado planetario. Se puede hacer sólo para y en áreas limitadas, que están en relación entre ellas y colaboran. La llamada está dirigida por lo tanto a Europa. ¿Pero tendrá la voluntad y la fuerza para hacerlo? * Ernst-Wolfgang Böckenförde es un jurista muy respetado por Benedicto XVI * Publicado en la revista italiana «Il Regno»