Hace unos días me plantearon en un coloquio qué motivos de esperanza sobre el presente y el futuro inmediato de la Iglesia podía aportar como periodista, supuestamente conocedor de las entretelas de la vida eclesial. La pregunta traspiraba un aire preocupado y flotaba en el ambiente una sensación de gravedad ante diversos debates que están dejando heridas abiertas. En un primer momento me propuse exponer un elenco de buenas noticias para cimentar una visión razonablemente esperanzada: la pujanza de las vocaciones en un país como Vietnam, el testimonio heroico de los cristianos de Siria e Irak durante la terrible ocupación del Daesh, el cambio de algunos intelectuales agnósticos occidentales cuando han encontrado una fe encarnada y no reducida, el espectáculo de la caridad en los barrios más deprimidos de nuestras grandes ciudades… Podía seguir ampliando la lista hasta agotar el tiempo que restaba, sin ocultar que también podrían ponerse en otro platillo de la balanza un buen número de situaciones negativas, hojas muertas y caminos aparentemente sin salida.

Sucedió en apenas un instante: comprendí que la respuesta sintética a una pregunta legítima y comprensible que me formulaban no consistía en acumular hechos positivos, que por otra parte conviene sacar a la luz y entender en su significado más profundo. El motivo verdadero para una mirada de esperanza consiste sencillamente en que la Iglesia existe. Lo más natural desde un punto de vista analítico sería que hubiese desaparecido hace tiempo, como reconoce el sociólogo francés agnóstico Dominique Wolton. Y sin embargo, él mismo se sorprende de que esté: ha llegado hasta aquí a través de persecuciones y traiciones, atravesando crisis incontables y asomándose una y otra vez al precipicio. Que la Iglesia exista hoy significa, frente a cualquier escepticismo (incluido el de los propios cristianos), que el Señor cumple su promesa.

Lo que me sorprende no es la mediocridad, las divisiones y traiciones cotidianas. Lo que me sorprende es la fe, esa flor de gracia tan débil aparentemente, que crece a la intemperie de todas las épocas. Observé una variedad de reacciones, desde algún irónico mohín hasta un respiro de liberación. El caso es que allí había personas de tres generaciones a las que les había alcanzado y reunido el mismo testimonio de los apóstoles. Es un milagro (en sentido cuasitécnico) que debería conmovernos antes de entrar en amargos balances. En la mayoría de los casos no está en nuestra mano resolver las encrucijadas de la Iglesia, pero sí acoger el inmenso regalo de su existencia.

Publicado en Alfa y Omega.