Hay verdades evangélicas, y en absoluto secundarias, que – sobre todo, hoy – tendemos a olvidar, a eliminar. Una de estas realidades incómodas, que todos estaríamos contentos de evitar, es confirmada con fuerza por el mismo Jesús. Es la pregunta dramática que dirige, como advertencia, a sus discípulos de cualquier tiempo: «Creéis que he venido a traer la paz al mundo? Os digo que no, sino división». Una «división» tan profunda que no se detiene, ni siquiera, ante los vínculos más firmes, los de la sangre: «Pues en adelante estarán divididos cinco en una casa, tres contra dos y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra» (Lc 12,51 ss.). Como se confirma en el pasaje paralelo de Mateo, el Hijo del Hombre «no ha venido a traer paz, sino espada; ha venido a «separar» (Mt 10,34 s.). Trae consigo, es obvio, el don de la paz: pero la suya, no la que, siempre en vano, nos esforzamos por construir nosotros, los hombres. En el Evangelio de Juan, la solemne y, simultáneamente, íntima despedida de los discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da, os la doy yo» (14,27). Por tanto, según la profecía del viejo Simeón, el niño que María y José llevaron al templo para la Purificación, estaba destinado a ser, eternamente, «signo de contradicción» (Lc 2,34). Lo mismo ocurrirá con todos aquellos que, al elegir serle fieles, serán partícipes de su mismo destino, porque «El discípulo no está por encima de su maestro, ni el criado por encima de su amo…» (Mt 10,24). Es una premisa importante, pues esta dinámica evangélica afecta también a María; más aún, le afecta en primer lugar entre todas las criaturas en la Iglesia y de forma muy especial, dada su relación con el Hijo. No es sólo un atentado al buen gusto, sino también a la dimensión dramática del Evangelio, el clima azucarado y retórico de determinadas devociones marianas, inmersas en el irrealismo siempre desengañado, de demasiado fáciles «es suficiente un poco de buena voluntad para apretujarnos todos en torno a la Madre del Cielo…». «División», «contradicción» y el mismo «escándalo» no pueden faltar, tampoco, en torno a ella; y no faltaron en aquel Lourdes sobre cuyo enigma seguimos investigando. Entendámonos: el creyente no tiene derecho a lamentarse (más aún, quizás deba alegrarse) de la violenta oposición que se desencadenó inmediatamente y que prosiguió durante un siglo en torno a aquella grotte-à-miracles, como la definían sarcásticamente los polémicos. Precisamente, una reacción semejante constituye – desde una perspectiva de fe - la prueba de que esos acontecimientos fueron coherentes con la dimensión evangélica. Allí donde todos están de acuerdo, la sospecha de que Cristo esté lejos es inmediata (para decirlo como un Padre antiguo: «Quien ame a todos se salvará, pero quien quiera ser amado por todos, no se salvará»). Pero, además de confirmarnos su carácter cristiano, la oposición al «hecho» Lourdes nos ofrece la ocasión de una profundización preciosa. Desde el principio – desde los brutales y continuamente repetidos interrogatorios a que fue sometida Bernadette, amenazándola incluso con la cárcel, hasta las polémicas furibundas contra la verdad de los acontecimientos milagrosos – los creyentes se vieron obligados a defenderse. Con todo lo que esto ha significado en esfuerzos para establecer la realidad de los hechos: no solo de los fundamentales, aquellos protagonizados por la vidente misma; sino también de los sucesivos, relacionados con la peregrinación que la Aparición misma pidió el 2 de marzo: «Id a decir a los sacerdotes que se venga aquí en procesión y que se construya una capilla». Así, por ejemplo, Lourdes es el único lugar del mundo en el que se ha creado – precisamente, obligados por la agresión e irrisión repetidas – una estructura como el celebérrimo Bureau de constatations médicales (reorganizado y potenciado con el nombre de Bureau médical de N.D. de Lourdes desde 1947), el organismo científico al que se someten los casos de curaciones «humanamente inexplicables». Los archivos del Bureau dan testimonio de un trabajo tan enorme como precioso para el creyente que, en Lourdes, no quiere ser sospechoso de ser un crédulo supersticioso, víctima de especulaciones. En todo caso, el trabajo de estos médicos e historiadores está determinado por el hecho de que Lourdes y sus protagonistas se han convertido en «signos de contradicción», en elementos de división. Por tanto, en una perspectiva de fe, los oponentes han jugado un papel providencial. Un motivo más para quererlos, para evitar toda acritud en relación con ellos, aún haciendo que se respeten los derechos de lo que, para el creyente, es una verdad totalmente comprensible; ciertamente, sólo en una perspectiva religiosa, pero fundamentada en hechos comprobables.