Si digo que la Iglesia católica, como otras iglesias cristianas, sufrimos persecución, prohibiciones y acosos en muchos lugares del mundo, es evidente que no descubro nada nuevo, nada que no sea más que sabido.

Pero temo que no tengamos igual de sabido, o igual de claro, cómo hacer frente a esas continuas tarascadas y persecuciones manifiestas, bien en países todavía comunistas, bien en países musulmanes, o bien en el mundo occidental.

Aquí las persecuciones revisten un carácter más sutil, más ladino, más subterráneo, pero no mucho menos dañino.

En Occidente no se ataca de frente, a lo bestia, como hacen ciertos seguidores coránicos, sino que, igual que las termitas, procuran corroer sus principios doctrinales y morales, propagando el indiferentismo religioso, la descomposición familiar, el matrimonio homófilo, la sexualidad a escape libre, el genocidio infantil llamado aborto, suplantando el Dios de la fe por el Estado absorbente, convertido en el único definidor, gestor y juzgador de la conducta de los “súbditos”, que no ciudadanos, etc.

Si observamos bien, veremos que la generalidad de los que se tienen por enemigos nuestros son gentes de mentalidad o hechos totalitarios, que intentan imponer a todo el mundo su manera de ser o de entender el mundo.

Entonces ¿qué hacer para resistir y superar estos ataques y persecuciones?

A mi juicio, erigirnos, porque nuestra doctrina lo avala, en paladines de la libertad personal e institucional en todo tiempo y lugar.

Libertad frente a intolerancia, libertad frente a imposiciones y totalitarismos políticos, laicistas, de género, homófilos, islamistas o de la clase que sean. Libertad religiosa en primer término, libertad de culto y de expresión, libertad de servicios y asistencia a los más pobres y desfavorecidos.

No necesitamos que ningún poder político nos proteja o defienda. Históricamente, en no pocos períodos, la Cruz buscó el amparo de la espada, pero siempre ha tenido que pagar un alto precio por la protección de los poderosos del mundo.

Para propagar el mensaje del Evangelio, no tenemos necesidad de que nos quieran tanto. Basta que nos dejen vivir en paz, trabajar en paz y por la paz.

Como sentenció John Locke, vive y deja vivir. Locke, cristiano latitudinario aunque anti papista, padre secundario de la democracia liberal –la única realmente democrática-, inspirador de la Revolución Gloriosa inglesa del siglo XVII, continuó, acaso sin saberlo, las teorías “civiles” de los teólogos humanistas de la Escuela de Salamanca de un siglo antes (Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Martín de Azpilicueta, Tomás de Mercado, dominicos, y Luis de Molina y Francisco Suárez, jesuitas), precedidos por el jesuita toledano Juan de Mariana.

Pero desde la Iglesia no hay que defender únicamente la libertad religiosa, sino todas las libertades, es decir, la libertad científica, la libertad política, la libertad económica, de empresa y de mercado, la libertad educativa (¡fundamental!), la libertad de expresión, etc., etc.

Dios nos crea libres, enteramente libres, en principio no nacemos con ninguna limitación –las limitaciones las imponen otros hombre- libres pues, sólo que, llegado que sea el día nos pedirá cuentas del uso que hemos hecho de la libertad que nos concedió al darnos la vida.

Tendremos que responder de lo que dijimos e hicimos. A los demás, a nosotros mismos. La libertad es uno de los atributos más sublimes del ser humano, pero hemos de responder, ante el dador de la vida, del uso que hacemos de ella.

No es, por tanto, una libertad sin límite ni condición alguna, no es libertinaje, no es desmadre, sino una libertad condicionada por el bien común. Por eso no requiere que nadie la ponga límites, sino que, en su caso, se pidan responsabilidades a quienes dañan, de obra o de palabra, a los demás.

En consecuencia, como católicos, no hemos de tener ningún miedo a la libertad, al contrario: la libertad es el caldo de cultivo en el que mejor nos desenvolvemos.

En el mercado de las ideas, el cristianismo supera con creces a todas las ideologías del mundo y a las demás religiones que pretendan enfrentarse a nosotros.

No hay ninguna ideología humana o espiritual que aventaje al Evangelio y a su desarrollo por los grandes santos y pensadores cristianos en verdad, humanidad, amor, justicia y paz.

No hay que tener miedo al debate, a la confrontación dialéctica, cualquiera sea el oponente. Ni siquiera a los grandes filósofos del ateismo o a los pequeños -¡pequeñísimos!- enredadores de las tertulias televisivas, por sucias que sean sus triquiñuelas aprendidas en las covachuelas de agit-prop, como interrumpir continuamente al contrincante para que no pueda desarrollar ningún argumento coherente.

Nuestros enemigos en estas situaciones no son los otros, sino nuestra falta de convicciones sólidas, la ignorancia del mundo en el que vivimos y nuestra escasa preparación para actuar en campo abierto.

Esto que digo vale sobre todo para sacerdotes, religiosos/religiosas y hasta obispos, que van por ahí como acomplejados, como si tuvieran que pedir perdón a los adversarios por tolerarnos la vida.

Una cosa es ir por la vida ensoberbecidos, pisando los callos a los demás, y otra muy distinta arrugarnos ante la arrogancia inquisitorial de los avasalladores.