A raíz de la pandemia Covid-19 las autoridades civiles de muchísimos países, con mayor o menor acierto, han decidido restringir las actividades y movimientos de los ciudadanos. Ello es en muchos casos razonable desde el punto de vista de la Medicina.

Mi honda preocupación no proviene del desconcierto de los gobernantes ni con sus bandazos estratégicos, comprensibles al estar en una situación internacional no vista desde la Segunda Guerra Mundial. Mi honda preocupación viene del pensamiento, de la actitud y de las decisiones de los pastores y ministros de la Iglesia militante. En España, por ejemplo, las autoridades civiles no han impuesto un cierre completo de las actividades de culto: solo han determinado unas medidas de higiene y distanciamiento social. En cambio, los pastores han cerrado completamente las iglesias, dejando a los fieles sin los consuelos de una Visita al Santísimo, una comunión o un rato de oración en un templo.

Ahora mismo se da la paradoja de que hoy los ciudadanos pueden entrar a comprar a los supermercados, panaderías, estancos de tabaco, tiendas de comunicación o de comida de perros, etc. (manteniendo distancia de seguridad entre personas, sin demorarse, utilizando guantes, con mascarilla, limpiándose con soluciones higienizantes) pero no se puede hacer una rápida visita a una iglesia o santuario. Y no está prohibido por el gobierno: ¡está prohibido por los pastores!

Solo un obispo en España mantiene las iglesias abiertas y con misas con un cierto número de fieles. En un sentido se puede decir que la Jerarquía nos ha abandonado. Han optado por dejar algún teléfono o correo electrónico, por las misas televisadas y por un ofrecimiento mínimo para los últimos sacramentos. Sin que un gobierno nada favorable a la Iglesia -que ha pensado probablemente más en otras confesiones religiosas- haya presentado batalla alguna.

Creo que no soy un integrista y he recomendado a algunas personas de alto riesgo no salir absolutamente de su casa. Pero siento la obligación moral de expresar públicamente una queja a los pastores.

En mi trayecto diario hacia la clínica en la que hago guardias paso a pie por diversas iglesias cerradas a cal y canto. Creo sinceramente que se podrían abrir unas horas, contando siempre con las medidas higiénicas, utilizando abundante solución de hipoclorito sódico, ventilando a menudo, aceptando personas jóvenes bien separadas en algunas misas, dando la comunión a horas determinadas, utilizando confesionarios protegidos. En suma, estando a la altura de las circunstancias, siendo verdaderamente una Iglesia en salida y sin barreras. Y contando con la asesoría de los médicos católicos organizados. En algunas -pocas- diócesis del mundo los pastores están ofreciendo como pueden los sacramentos y otros consuelos a los fieles.

Debo decir también que, junto con algunos extremadamente acobardados,  he visto a muchos sacerdotes entregarse al enfermo de manera admirable superando la normal aprensión que toda persona tiene ante una enfermedad muy contagiosa.

Mi preocupación también concierne a buenas personas, de misa dominical o diaria, que han aceptado acríticamente el cierre de las iglesias y el serles dispensado el dulce precepto dominical sin ofrecer otra manera de cumplirlo.

Muchos, hasta para rezar lo hacemos mal. Decimos: Señor, libéranos de la pandemia urgentemente. Y debiéramos decir: Señor, que el mundo te mire a Ti, se enmiende y, por favor, libéranos de la pandemia en cuanto sea posible, si esta es tu Voluntad. Añadiendo con picaresca: Señor, a tu Madre (Salud de los Enfermos) le gustaría que las gentes se enmendaran y La dejases curarnos…

Finalmente, mi preocupación también afecta al pensamiento buenista, demasiado extendido, de considerar la pandemia como algo estrictamente natural que nada tiene que ver con Dios ni con nuestros pecados. Si por una parte hay que decir que todo es para bien de los que Le invocan, por otra hay que afirmar rotundamente que Dios gobierna, premia y castiga, a veces ya incluso en esta tierra. Italia y España, países duramente castigados por la epidemia, querían legalizar la eutanasia… Sé que es impopular hablar de castigos divinos pero hay que conjugar bien la omnipotencia de Dios, sus infinitas bondad y sabiduría, con su también infinita justicia y su permisión de situaciones terribles incluso a los inocentes.

No desearía terminar sin decir una y mil veces que no es lo mismo pecado que enfermedad del cuerpo. Por ello, entre otros motivos, el pecado se cura con el sacramento de la confesión y la enfermedad del cuerpo se cura o sobrelleva con otro sacramento, la unción de enfermos, y con el trabajo de los sanitarios.

El misterio del destino de la vida del hombre sobre la tierra está en la Cruz y en la Resurrección con una vida eterna de felicidad extrema. Si la queremos, claro.

Publicado por la Federación Internacional de Asociaciones Médicas Católicas (FIAMC).

El doctor José María Simón Castellví es presidente emérito de la FIAMC.