Al término de la audiencia concedida a todos los obispos españoles, el pasado lunes, el papa Francisco les preguntó cuándo comenzaba su Asamblea Plenaria. Y a la respuesta de que sería esta semana, añadió con socarronería: “¡que se diviertan!”. Y es que la Asamblea será una máquina de votar: deberá elegir a todos los cargos de responsabilidad excepto el de Secretario General, que ya quedó nombrado el pasado mes de noviembre en la persona del sacerdote José María Gil. ¿Cómo superar la artificiosa ansiedad que muestran algunos “observadores” del planeta episcopal en estas horas?, ¿cómo no ser presos de cansinos esquemas que dividen a los obispos entre “conservadores y progresistas”, o peor aún, entre “franciscanos” y benedictinos”?

Viene en nuestra ayuda un importante discurso de Francisco a la Asamblea de la Congregación para los Obispos, el pasado 27 de febrero. El papa habló de dos temas: la responsabilidad de seleccionar a los candidatos al episcopado y el perfil que debe tener el obispo para realizar su misión. Está claro que los contextos son distintos, pero nadie me negará que este discurso ofrece un hermoso telón de fondo para contemplar la Asamblea que mañana comienza.

“Para escoger… debemos elevarnos más allá y por encima de nuestras eventuales preferencias, simpatías, pertenencias o tendencias, para entrar en la amplitud del horizonte de Dios y para encontrar a esos portadores de su mirada desde lo alto: no hombres condicionados por el miedo a lo bajo, sino pastores dotados de parresía, capaces de asegurar que en el mundo hay un sacramento de unidad y que, por lo tanto, la humanidad no está destinada a la desbandada y al extravío”.

Lo que Francisco dice de los candidatos al episcopado, ¿no puede aplicarse, en cierto modo y salvando las distancias, a la elección de los cargos directivos de una Conferencia Episcopal? Yo pienso que sí. Lo que está en juego es nada menos que una altura de mirada, una amplitud de horizonte y una valentía capaz de hacer presente en esta sociedad el tesoro de la fe. De modo que los hombres y mujeres de esta hora, los de nuestras calles y plazas, encuentren un ancla que les proteja de la desbandada y el extravío.

Pero escuchemos de nuevo a Francisco: “no nos sirve un gerente, un administrador delegado de una empresa, y ni siquiera uno que esté al mismo nivel de nuestras mezquindades o pequeñas pretensiones. Necesitamos a uno que sepa elevarse a la altura de la mirada de Dios sobre nosotros para guiarnos hacia él. Solo en la mirada de Dios está nuestro futuro. Necesitamos a alguien que conociendo la amplitud del campo de Dios más que la del propio y estrecho jardín, nos garantice que aquello a lo que aspiran nuestros corazones no es una promesa vana”. Recuerdo una vez más que está hablando de cada hombre llamado al episcopado, pero sigo pensando que la reflexión es útil a la hora de elegir a quienes dirigirán las diversas facetas de la CEE.

Después el papa se dedica a perfilar la fisonomía del obispo, que debe ser “ante todo, un mártir del Resucitado. No un testigo aislado, sino en unión con la Iglesia”. Y añade que “la valentía de morir, la generosidad de ofrecer la propia vida y de consumirse por el rebaño, están inscritos en el ADN del episcopado”. Conviene no olvidarlo cuando sigamos ansiosamente los ábacos de las votaciones. Los que escriben un nombre en la papeleta no son diputados (noble oficio, por otra parte) ni miembros de un Consejo de Administración (tarea de gran responsabilidad) sino gente con este ADN que busca algunos a los que encargar una tarea de coordinación, representación, animación y liderazgo que no puede ser ajena a este cuadro.

El papa se dirige a los miembros de una Congregación que maneja biografías y perfiles y que finalmente elige y decide. Y habla de un arduo discernimiento que está presidido por la oración. “Aprendamos cuál es el ambiente de nuestra labor y quién el verdadero Autor de nuestras elecciones”, sugiere Francisco. “Las elecciones no pueden estar dictadas por nuestras pretensiones, condicionadas por eventuales banderías, camarillas o hegemonías”. Y para garantizarlo hay dos actitudes fundamentales: “el tribunal de la propia conciencia ante Dios y la colegialidad”. En la Asamblea que mañana comienza, a pesar de lo que piensen los cínicos, la plegaria estará en el centro de todo; la conciencia de cada obispo será protagonista más allá de encuadramientos y legítimas sintonías; y se vivirá dentro de la profunda unidad que nace de la llamada del Señor.

Tenemos que “abandonar el pequeño cabotaje de nuestras barcas para seguir el rumbo de la gran nave de la Iglesia de Dios, su horizonte universal de salvación, su brújula firme en la Palabra y en el ministerio, la certeza del soplo del Espíritu que la impulsa y la seguridad del puerto que la aguarda”. De eso se trata lo que empieza mañana. Como para no rezar.

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