Vivimos en un mundo en el que los seres humanos se comportan bastante mal, lo que significa que vivimos en un mundo que necesita leyes buenas, intentos persistentes de reformarlas y mejorarlas. La política ha de tener como fin el servicio a la persona humana. Los que gobiernan deben enfrentarse a leyes injustas, como es la actual ley del aborto, no sólo porque tiene primacía la verdad sobre el poder, sino también porque la vida no puede estar sometida al arbitrio de la ley positiva.

La actual ley del aborto es manifiestamente mejorable, sobre todo si atendemos a su naturaleza homicida, a su categoría de atentado capaz de pervertir el orden de la racionalidad. Proteger la vida del nasciturus es el objetivo fundamental del ministro de Justicia, Ruiz Gallardón, con el fin de preservar los derechos de los más débiles, y procurando ser coherente con el compromiso adquirido en el programa electoral. ¡Alguna vez habrá que serlo!

Durante la tramitación de la reforma surgieron voces discrepantes en el seno del partido del Gobierno, se advertía una especie de cisma que parecía obligar al voto secreto. Esta situación fue aprovechada por Rubalcaba, invocando la libertad de las mujeres para levantarse contra la reforma del aborto, en un énfasis unilateral de la libertad, en la hipertrofia de una libertad mitificada a la que debería subordinarse cualquier otro bien, desvinculándola de la verdad, que es donde la libertad asume su carácter humano y responsable. Por desgracia, la libertad se ha convertido en una fuente de valores que goza de primacía y no se deja modular por la verdad sino por una conciencia creadora de valores. Es bueno lo que favorece la libertad, es malo lo que la disminuye y contraría. Esta es la patética ecuación de Rubalcaba, entendiendo la ley como una imposición limitadora de la libertad.

El problema de Gallardón, atendiendo la solicitud de retirada de la reforma del aborto hecha por el PSOE, radicaba entonces en mostrar cohesión dentro del partido, una ficticia propuesta dialógica a través del voto secreto. No hay que engañarse, no se trataba de una cuestión profunda donde se salvase el relativismo social y se buscase la verdad: no es el consenso ni el pacto quienes hacen la verdad, sino la verdad quien hace el consenso. A la gente, dirá Alberto Fabra, le importa un bledo el asunto del aborto: “pocos ciudadanos votaron por lo que dice un partido u otro sobre el aborto”. En juego sólo estaba el poder de la disciplina del partido, calificado con astucia y una buena dosis de cinismo por Iñaki Gabilondo como una “democracia militar bajo los faldones de la Iglesia que nos deja en el furgón de cola de Europa”.

El error del PSOE ha sido forzar a los disidentes del PP a traicionar a su propio partido, coaccionar la libertad de conciencia para asumir una decisión contraria que produjese un cisma real en la práctica. Pero el PP ha rechazado la solicitud hecha por el PSOE de retirar el proyecto de reforma. Aunque el cisma continúe (convencidos de que imponer una ortodoxia a la conciencia es “una violación del alma”, en expresión de Roger Williams), cuando se decide proteger la conciencia desde el error del perseguidor, menospreciando a los demás, exaltando al propio grupo desde la pura ideología, en una suerte de codicia cargada de angustia que se disfraza hipócritamente de virtud en defensa de la mujer, las cosas discurren en dirección contraria a la pretendida.

El error del PSOE ha sido forzar a asumir una actitud inversa. Y cuando se fuerza a alguien, su oposición se endurece, impidiéndose una conversión voluntaria: “apoyar al PSOE sería de traidores”, manifestó Celia Villalobos, contraria a la reforma del aborto. La conciencia es vulnerable, puede ser dañada y debe ser protegida, incluso es bueno vigilarla, pero no puede ser coaccionada realmente, como ha intentado el partido en la oposición, exigiendo un asentimiento exterior conforme a la disidencia interna.

Roberto Esteban Duque,
Teólogo