Francia, con su dimensión territorial y económica, su historia y su potencia cultural, ejerce como uno de los centros de gravedad de la Europa occidental. Es una tarea que comparte con Alemania, el otro gran coloso europeo. Esta función de estabilidad que el eje franco-alemán realiza desde la posguerra no se refiere solo a los aspectos económicos e institucionales, sino también y más profundamente a la cultura de fondo, a la fibra existencial y moral que anima la marcha del continente.

Alemania puede resultar en ocasiones antipática para quienes solo quieren ver su rígida tendencia a la disciplina, pero en los últimos decenios ha rendido grandes servicios gracias a la responsabilidad de sus elites y de sus fuerzas políticas. Han sido proverbiales los acuerdos de sus grandes partidos para reformar el sistema de bienestar, pero también el consenso básico que ha permitido marcar líneas rojas en el campo espinoso de la bioética, de la familia y de la laicidad y la libertad religiosa. El último ejemplo ha sido el pacto de gobierno entre la CDU y el SPD, que reconoce la necesidad de políticas que respalden la institución matrimonial y afirma el valor de las comunidades religiosas para el bien común, y por tanto establece un diálogo permanente entre estas y los poderes públicos.

Pero en el otro polo del eje las cosas son más complejas. Durante el quinquenio de Nicolás Sarkozy Francia renovó su compromiso más auténticamente occidental: su programa de potenciar la sociedad civil, el diálogo transversal con los intelectuales, las anunciadas reformas económicas (que en buena medida quedaron a medio camino) y su decidido discurso sobre la laicidad positiva, convertían al país galo en un elemento decisivo frente a la deriva de la ingeniería social nihilista. También en este punto, la sólida alianza franco-alemana era una segura garantía.

Pero la llegada de Françoise Hollande al Elíseo ha provocado un deslizamiento cultural alarmante. Parece como si la irritación galopante que provoca en sus filas la política económica del presidente, se tratase de compensar con un “plus ultra” en las políticas sociales que nunca había correspondido al corazón de la sociedad francesa, ni siquiera a amplios segmentos de la familia socialista. Primero fue la ley de matrimonio homosexual, aprobada sin diálogo alguno y al duro precio de una profunda fractura social. No solo eso, la sorprendente movilización transversal en las calles de Francia desveló un sorprendente sectarismo gubernamental, con una gestión nefasta por sus tonos y sus modos que raya en la represión. Después llegó la “Carta de ciudadanía”, una medida absolutamente innecesaria para, supuestamente, garantizar la paz escolar. Con esta decisión se arrumba todo el discurso sobre la laicidad de Sarkozy y se retornaba al laicismo más rancio de la República. Un laicismo evidenciado también en los ataques verbales desplegados contra la Iglesia por parte de algunos miembros del Gabinete del primer ministro Jean-Marc Ayrault, curiosamente (¿trágicamente?) un miembro del “ala social-cristiana” del PSF, que siempre existió. Y es que la izquierda gobernante en París parece no soportar la crítica, sobre todo si viene avalada por un amplísimo movimiento social, mucho más plural de lo que ellos querrían reconocer.

La última muesca ha sido la entrada en la Asamblea de un delirante proyecto que pretende convertir el aborto en un derecho. También establece severas multas para quienes intenten persuadir a las mujeres de no abortar con informaciones “inconvenientes”, por ejemplo mostrándoles ecografías u otras imágenes. De nuevo una gran movilización popular ha demostrado que Francia no es el reflejo de las políticas de Hollande, quien por cierto cosecha un mínimo histórico de aprobación entre los presidentes de la V República, y no precisamente por sus últimos escarceos amorosos.
Con estas credenciales llega al Vaticano el presidente más laicista de la reciente historia de Francia. En los últimos días, quizás para presentar una tarjeta menos enojosa, ha anunciado que consultará a los líderes de las confesiones religiosas sobre los grandes proyectos bioéticos (cosa que no ha hecho hasta ahora en absoluto) y también ha mostrado preocupación por la epidemia de ataques antisemitas y anticristianos, denunciados con gran fuerza por el cardenal de París, André Vingt-Trois. Hollande lleva también en la cartera su preocupación por Oriente Medio y su pro-actividad en el África subsahariana, asuntos en los que es visible una convergencia con la diplomacia de la Santa Sede. Aun así el panorama es lo más opuesto a una balsa de aceite.

En su Exhortación Evangelii Gaudium, el papa Francisco afirma que “un sano pluralismo, que de verdad respete a los diferentes y los valore como tales, no implica una privatización de las religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y la oscuridad de la conciencia de cada uno, o a la marginalidad del recinto cerrado de los templos, sinagogas o mezquitas. Se trataría, en definitiva, de una nueva forma de discriminación y de autoritarismo”. Palabras que deben resonar con especial brillo en el actual debate público de Francia, y que deberían permitir un diálogo más allá de las fotos de rigor. Esperemos.

En todo caso debemos atender con interés lo que sucede en nuestro vecino del norte, un país siempre sorprendente de cuyo lecho profundo resurgen continuamente, no sin contradicciones, nuevas energías creativas en todos los campos. Francia es mucho más que la política de Hollande, y para Europa sería trágico perder ese centro de estabilidad en su camino.

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