Escogieron la mentira. Y, desde entonces, cada instante de sus vidas se convirtió en una justificación permanente y ciega de esa primera falacia; en su Baal, en el ídolo al que sacrificaron el resto de sus días. Externamente, parecen normales –tienen amigos, un trabajo, una familia; quizás una aventura extramarital que les incomoda de cuando en cuando y que consideran “su mayor pecado”. Pero no. Su “mayor pecado” se encuentra mucho más atrás, en esa opción por la mentira que ha marcado todo su devenir futuro.

Fueron empujados, es cierto, hacia esa falacia (les empujó el mundo, el entorno, las ideas imperantes y pulverizadoras), pero se dejaron arrollar. Fueron absolutamente barridos. Y comenzó su esclavitud. Esclavitud que, poco a poco, abrazaron gustosos. Se convirtió en su forma de vida. Aceptando su Gran Mentira, entronizaron a Baal. Aunque no fueran conscientes de ello.

Desde entonces, esa falacia permea todo: sus actos, por supuesto, y sus ideas, pero también sus gustos (incluso los musicales y los gastronómicos, que el estómago es su dios; sus modas), sus convicciones políticas (que no son otras que las mayoritarias, las de la masa, allá donde se encuentren, las que dicte Baal en cada momento y en cada lugar), sus estados de ánimo, sus opiniones sobre cualquier tema (que coinciden casi milimétricamente con las de la mayoría bobalicona).

Les aguijonea –a veces más; otras, en cambio, es más llevadero- ese punzón de desesperanza, que tratan de amortiguar con Lexatin y con dosis de hedonismo y consumismo, pero se ha convertido ya en su inseparable compañero de viaje. Un compañero que se les adosó (y esto quizás no lo sepan) en el momento en el que abrazaron su Gran Mentira.

Son incapaces de ver sus grilletes: permanecen invisibles a sus ojos. Por eso no soportan que alguien ose siquiera citarles que los portan. Envidian (aunque disfrazan esa envidia de burla y crítica descarnada) a los que no los arrastran como ellos. No soportan -no pueden- la libertad, porque es la hija de la Verdad, y ellos han consagrado sus vidas a la Gran Mentira.

¿No es esto quizás la aplicación de la historia de Adán y Eva en la vida de cada ser humano? Es la manzana que, tramposamente, cada uno ingirió en algún momento de su vida (la Gran Mentira que hizo suya porque “era agradable a la vista y sabrosa al paladar”).

La conversión personal, por tanto (y no ya solo a nivel religioso), es regresar a esa mentira primigenia, a esa falacia que ha marcado la propia vida, y destruir ese nudo gordiano. Aceptar, en la humildad, la necesidad de un Salvador a quien rendirle la vida, y dejar de servir a la Gran Mentira.