“La providencia nos está dando una sacudida con el Papa Francisco, estoy impresionado por la fuerza de su testimonio, por su estilo de vida y por su capacidad de relacionarse con la gente”. Así se expresaba recientemente el Cardenal Ángelo Scola en una entrevista concedida al vaticanista Andrea Tornielli.

Es una valoración muy cualificada pero además llena de precisión. Cuatro meses después de la elección de Jorge Bergoglio para la Sede de San Pedro, es indudable que el nuevo Papa ha impreso una quinta velocidad al camino de la Iglesia. Su singular personalidad ha irrumpido rompiendo esquemas, pero no olvidemos que a eso ha contribuido decisivamente el gesto profético de Benedicto XVI y su propio testimonio de los últimos días.

La urgencia expresada por Benedicto XVI en la vigilia de la beatificación de John Henry Newman, cuando decía que los cristianos no podemos permitirnos el lujo de continuar como si no pasara nada, haciendo caso omiso de la profunda crisis de fe que impregna nuestra sociedad, o confiando sencillamente en que el patrimonio de valores transmitido durante siglos de cristianismo seguirá inspirando y configurando el futuro de nuestra sociedad, es la que traspiran los relámpagos de Francisco cuando nos invita a salir a las periferias existenciales, para llevar al corazón de cada hombre la única respuesta a su ansia de curación y de felicidad, que es Jesucristo.

La publicación de la encíclica Lumen Fidei es una demostración clamorosa de la dinámica de la renovación en la continuidad. Por eso ha desagradado tanto al frente de los creadores virtuales de un pontificado en abierta ruptura (según ellos) con cuarenta y cinco años de guía eclesial, la que va desde el Pablo VI de la Humanae Vitae hasta Benedicto XVI. A estos recreadores virtuales les ha fastidiado la impronta ratzingeriana de la primera encíclica de Francisco porque les deja sin argumentos. Y es que nadie puede sustraerse a la sentencia del cardenal Ouellet en la presentación del documento: “en esta encíclica hay mucho de Benedicto, pero es toda de Francisco”.

Otro gesto que ha producido alergia en el campo de los constructores de fantasías eclesiales ha sido la decisión (personalísima) de Francisco, de canonizar conjuntamente a Juan XXIII y a Juan Pablo II. Alguno no ha podido reprimir su mal humor al decir que “eran como el agua y el aceite” pues uno amaba el diálogo mientras el otro tendía a la imposición. Afortunadamente estas y otras leyendas apolilladas se las conoce muy bien el Papa Bergoglio. La futura canonización de ambos pontífices tendrá un valor añadido como lectura histórica del arco de los últimos cincuenta años.

Entre las filas de la fantasía rupturista vuelve a cobrar protagonismo estos días Leonardo Boff, primero entusiasmado y ahora desilusionado con Francisco. Empieza a estropearse el festival. Leonardo debería escuchar más a su hermano Clodovis, que ha reconocido abiertamente que en el gran debate de los años ochenta sobre la Teología de la Liberación Ratzinger llevaba razón: “hacer el bien no basta para ser cristiano, lo esencial es confesar la fe… sin eso la Iglesia se vuelve irrelevante, pero no sólo ella sino el mismo Cristo”.

Para terminar apunto un pasaje clave en la celebrada pero poco estudiada homilía de Francisco en la isla de Lampedusa. Aquel en que en que recordando la desorientación de Adán tras su desobediencia, explica que cuando el hombre pretende ocupar el lugar de Dios “la armonía se rompe… y el otro no es ya un hermano al que amar, sino simplemente alguien que molesta en mi vida, en mi bienestar… El sueño de ser poderoso, de ser grande como Dios, en definitiva de ser Dios, lleva a una cadena de errores que es cadena de muerte, ¡lleva a derramar la sangre del hermano!”.

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