Ahora nos van a dar mucho la tabarra, tratando de explicarnos cómo será el papado de Francisco a la luz de lo que hizo o dejó de hacer el cardenal Bergoglio.

Quienes así hagan, olvidan que el Papa goza de una asistencia de la gracia divina única y especialísima; una gracia que cambia al hombre sobre el que actúa. Baste recordar el caso del cardenal Mastai Ferretti, que apoyó la causa de la unificación italiana y cuya elección papal fue muy aplaudida por los liberales de la época… que no sabían que se les venía encima Pío IX. Mucho más iluminador que andar desempolvando episodios de la vida y hazañas de Bergoglio se me antoja atender a las palabras del nuevo obispo de Roma. Como dijo tras su elección Pío II, antes Eneas Silvio Piccolomini, escritor frívolo y licencioso: «Aeneam reicite; Pium recipite». Recibamos a Francisco.

Y, recibiéndolo, podremos ir vislumbrando el «estilo» de su pontificado. Ya en el momento de su proclamación, pese al atolondramiento (envaramiento incluso) causado por el peso de la responsabilidad recién aceptada, nos dio algunas pistas: puso a la gente a rezar por su antecesor y, antes de pronunciar la bendición urbi et orbi, pidió a los allí congregados que imploraran la bendición del Señor para él. Es un gesto de humildad y sencillez que ya ha sido convenientemente resaltado (como otros que luego prodigaría, en su cena con los cardenales o en su salida a la basílica de Santa María la Mayor); pero no se ha resaltado tanto que es un signo de comunión con sus fieles (a imagen de la comunión de los santos), que sólo puede lograrse a través de la oración. En la necesidad de la oración ha insistido Francisco en el sermón de la misa del fin del cónclave, recordándonos la frase de Léon Bloy: «Quien no reza a Cristo, reza al diablo». Reconozco que la cita de este grandísimo escritor maldito, látigo de la hipocresía y el fachadismo religioso, me ha conmovido muy hondamente. El sermón del nuevo Papa fue de una sencillez abrumadora y aldeana, breve como una florecilla franciscana; pero en su despojamiento escondía una fuerza explosiva. Sin aceptación de la Cruz, no hay caminar con Cristo, ni edificar con Cristo, ni confesar con Cristo; y una Iglesia que no aceptase la Cruz sería aliada del demonio. Fue una condena de la mundanidad —ese veneno que mata la fe— en toda regla.

Francisco puede ser el Papa de la espiritualidad, del repudio de las pompas mundanas, de una Iglesia que se purifica y fortalece a través de la oración y la caridad fraterna, abrazada a la Cruz. Recibámoslo con alegría.

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