I Domingo de Cuaresma, Ciclo C. 
Lucas 4, 113

El Evangelio de Lucas que leemos durante este año fue escrito, como dice él mismo en la introducción, para que el lector creyente se pudiera «dar cuenta de la solidez de las enseñanzas que había recibido». Esta intención es de extraordinaria actualidad. Frente a los ataques desde toda parte a la historicidad de los evangelios y a las manipulaciones sin límites de la figura de Cristo, es más importante que nunca que el cristiano y todo lector honesto del Evangelio se dé cuenta de la solidez de las enseñanzas y de los relatos en él referidos.

Con este fin he orientado los comentarios del evangelio desde el primer domingo de Cuaresma al domingo «in Albis» (II domingo de Pascua. Ndt). Partiendo cada vez del Evangelio del domingo, ampliaremos la mirada a todo un sector o un aspecto de la persona y de la enseñanza de Cristo a él vinculado, para descubrir quién era verdaderamente Jesús: si un simple profeta y un gran hombre, o algo más y diferente. Desearíamos, en otras palabras, brindar un poco de cultura religiosa. Fenómenos como el del «Código da Vinci» de Dan Brown, con las imitaciones y las discusiones que ha suscitado, han puesto de manifiesto la alarmante ignorancia religiosa que reina entre la gente y que se convierte en el terreno ideal para toda desaprensiva operación comercial.

El evangelio del primer domingo de Cuaresma es el de las tentaciones de Jesús en el desierto. Según el plan anunciado, desearía partir de él para ampliar el tema al problema más general de la actitud de Jesús respecto a las potencias demoníacas y los poseídos por el demonio.

Es un hecho innegable y entre los más seguros, históricamente, que Jesús liberó a muchas personas del poder destructivo de Satanás. No tenemos tiempo de recordar todos los episodios. Limitémonos a evidenciar dos cosas: en primer lugar, la explicación que Jesús daba de su poder sobre el demonio; en segundo lugar, qué dice este poder de Él y de su persona.

Frente a la liberación clamorosa que Jesús había obrado en un endemoniado, sus enemigos, al no poder negar el hecho, dicen: «Expulsa a los demonios en nombre de Belcebú, el príncipe de los demonios» (Lc 11, 15). Jesús demuestra que esta explicación es absurda (si Satanás estuviera dividido contra sí mismo, habría acabado desde hace tiempo su dominio; en cambio, prospera). La explicación es otra: Él expulsa los demonios con el dedo de Dios, esto es, con el Espíritu Santo, y esto demuestra que ha llegado a la tierra el Reino de Dios.

Satanás era «el hombre fuerte» que tenía bajo su poder a la humanidad; pero ahora ha venido uno «más fuerte que él» y le está despojando de su poder. Esto nos dice algo formidable sobre la persona de Cristo. Con su venida ha comenzado para la humanidad una nueva era, un cambio de régimen. Una cosa de este tipo no puede ser obra de un simple hombre; tampoco de un gran profeta.

Es importante observar el nombre o el poder en base al cual Jesús expulsa a los demonios. La fórmula habitual con la que el exorcista se dirige al demonio es: «Te conjuro por...», o «en nombre de... te ordeno que salgas de esta persona». Apela, por lo tanto, a una autoridad superior, que generalmente es la de Dios, y para los cristianos la de Jesús. No así Jesús: Él dirige al demonio un tajante «te ordeno». ¡Yo te ordeno! Jesús no necesita apelar a una autoridad superior; Él es la autoridad superior.

La derrota del poder del mal y del demonio era parte integrante de la salvación definitiva (escatología) anunciada por los profetas. Jesús invita a sus adversarios a sacar la consecuencia de lo que ven con sus propios ojos: así que ya no hay más que esperar, que mirar adelante; el reino y la salvación está en medio de ellos.

El tan mencionado discurso sobre la blasfemia contra el Espíritu Santo se explica a partir de esto. Atribuir al espíritu del mal, a Belcebú, o a magia, aquello que era manifiestamente obra del Espíritu Santo de Dios significaba cerrar obstinadamente los ojos ante la verdad, ponerse contra Dios mismo, y por lo tanto privarse solos de la posibilidad de perdón.

El corte histórico y formativo que intento dar a estos comentarios de Cuaresma no nos debe impedir recoger cada vez igualmente una sugerencia práctica del evangelio del día. El mal también es fuerte hoy a nuestro alrededor. Asistimos a formas de maldad que van más allá de nuestra capacidad de comprender; nos quedamos abatidos y sin palabras ante ciertos episodios de crónica. El mensaje consolador que brota de las reflexiones hasta aquí hechas es que existe en medio de nosotros uno que es «más fuerte» que el mal. La fe no nos sitúa a resguardo del mal y del sufrimiento, pero nos asegura que con Cristo podemos orientar al bien también el mal, hacerlo servir para la redención nuestra y del mundo.

Algunas personas experimentan en la propia vida o en la propia casa una presencia de mal que les parece de origen directamente diabólico. A veces ciertamente lo es (conocemos la difusión que tienen las sectas y los ritos satánicos en nuestra sociedad, especialmente entre los jóvenes), pero es difícil entender en casos individuales si se trata verdaderamente de Satanás o de perturbaciones de origen patológico. Afortunadamente no es necesario llegar a las certeza sobre las causas. Lo que hay que hacer es adherirse a Cristo con la fe, la invocación de su nombre, la práctica de los sacramentos.

El evangelio del domingo nos sugiere un medio con vistas a esta lucha, importante para cultivar sobre todo en tiempo de Cuaresma. Jesús no fue al desierto para ser tentado; su intención era retirarse en el desierto a orar y a escuchar la voz del Padre.

En la historia ha habido muchedumbres de hombres y mujeres que han elegido imitar a este Jesús que se retira al desierto. Pero la invitación a seguir a Jesús al desierto no se dirige sólo a monjes y ermitaños. De manera distinta, también se dirige a todos. Monjes y eremitas han elegido un espacio en el desierto; nosotros debemos elegir al menos un tiempo de desierto. Pasar un tiempo de desierto significa hacer un poco de vacío y de silencio entorno a nosotros; reencontrar el camino de nuestro corazón, sustraernos al bullicio y a los apremios externos, a fin de entrar en contacto con las fuentes más profundas de nuestro ser y de nuestro creer.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]