Nosotros querríamos una omnipotencia divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos: un Dios que resuelva los problemas, que intervenga con su poder para evitarnos las dificultades, que arrase los poderes malvados, que cambie el curso de los acontecimientos y anule el sufrimiento, el nuestro y el de quienes amamos. Lo ha dicho Benedicto XVI en su última catequesis, reconociendo la dificultad (actual y de siempre) para creer en un Dios que siendo a la vez infinitamente bueno y poderoso, permite un mundo que nos parece tantas veces caótico. Más aún, nos parece el amargo escenario en el que vence cotidianamente el mal.

Un famoso actor español declaraba recientemente que no creía en Dios, pero que en caso de existir le diría "que no tiene perdón de Dios". Una ácida chanza, no demasiado original, pero que ilustra bien esa dificultad que el Papa reflejaba en sus palabras. La sorpresa crece cuando seguimos escuchando a Benedicto XVI decir que en realidad, Dios, al crear a los hombres libres, "renunció a una parte de su poder". No es el Papa un hombre aficionado a las florituras, es más bien alguien a quien le gusta la precisión a la hora de formular imágenes que expliquen la verdad de las cosas. Me ha recordado algo que respondió a Peter Seewald en su libro Sal de la Tierra, a propósito de las traiciones de algunos eclesiásticos: "Dios ha corrido un gran riesgo con nosotros". El riesgo de nuestra libertad, que es el misterio más grande del universo.

Nos lo repetirán una y mil veces y seguiremos sin entenderlo. Que el camino elegido por Dios para salvar al mundo pasa por el Huerto de los olivos y por la cruz, no por la espada desenvainada de Pedro y las legiones de ángeles que él hubiese preferido invocar. De nuevo lo explica Benedicto XVI: "su omnipotencia no se expresa en la violencia, no se expresa en la destrucción de cada poder adverso, como nosotros deseamos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en el perdón, en la aceptación de nuestra libertad y en el incansable llamamiento a la conversión del corazón". Pero claro, éste camino nos resulta demasiado lento (para nuestras exigencias), demasiado arriesgado (mira que depender de la soberana libertad de otros...) y sobre todo demasiado doloroso (no hay más que mirar a Jesús ante el Gobernador).

El Papa concluye este paso mirando a Jesús, a su aparente debilidad que le lleva a "dejarse matar". Y sin embargo Benedicto XVI, el Papa de la razón nada aficionado a extraños misticismos, no deja resquicio al afirmar que "éste es el poder de Dios, y este poder vencerá". Retoma así una idea preciosa para él, que no deja de sembrar en su magisterio más reciente: la del poder misterioso del Resucitado, un poder que "no es un fuego devorador y destructivo; es un fuego silencioso, es una pequeña llama de bondad, de bondad y de verdad, que transforma, da luz y calor".

Evidentemente estas no son simples palabras lanzadas al aire. Es propio del cristianismo, de la encarnación, buscar una verificación razonable de cuanto se anuncia en la realidad, en el presente. El Papa no postula, desde luego, una especie de minimalismo del bien o una suerte de triple salto que confía a un lejano futuro el desvelamiento de una victoria que ahora se nos antoja incomprensible. Se trata de un camino real, de un testimonio hecho de carne y sangre que desarma al mal desde dentro, generando una realidad de bien que ya está presente, que se deja ver y tocar, que expone una verdad y un atractivo capaces de fraguar un cambio que arranca desde los corazones y llega hasta el tejido de la vida social. Benedicto XVI describe una victoria que muchas veces no encaja en nuestros parámetros, pero que debe resistir, y de hecho resiste, el contraste con nuestra verdadera exigencia humana.

Veinte siglos después podemos ver (seguir viendo) que la aparente impotencia de Jesús no es tal, y que su fuego silencioso ha forjado toda una historia que demuestra sorprendente resistencia a ser extirpada por los sucesivos poderes de la tierra. "También hoy con su modo humilde, el Señor está presente... da vida, crea carismas de bondad y de caridad que iluminan el mundo y son para nosotros garantía de la bondad de Dios. Sí, Cristo vive, también hoy está con nosotros... su bondad no se apaga; es fuerte también hoy". Una buena pregunta para los cristianos de esta hora: ¿nos quedamos con el realismo del Papa o con la lejía de los escépticos? La respuesta se nos pide cada día.

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