Ya escribí sobre el tema (aquí y aquí) y varias amigas me dijeron que fui demasiado dura con las egobloggers. Probablemente tenían razón, pero no puedo evitarlo. O no quiero evitarlo. Quiero hablar del valor del pudor, de la sana vergüenza, del misterio y el silencio visual.

Aquellas egobloggers de las que hablaba son las hiperactivas instagrammers e influencers de ahora, todavía más hambrientas de seguidores y likes que aquellas de los blogs. No me apetece ser ecuánime con este tema y hacer un discurso equilibrado y autocomplaciente del tipo: “Instagram tiene aspectos positivos y negativos, el uso y el abuso, permite mantener el contacto con quien está lejos físicamente, aporta inspiración y descanso, tener una cuenta contribuye a 'coser la brecha digital' que nos separa de nuestros pequeños nativos digitales, etc”. No, hoy quiero hablar de las maldades de Instagram aunque tenga que ser matizada por ponerme intensa. Creo que, aunque se busquen mil excusas de baratija para justificar que se puede hacer el bien con esta red social e influir positivamente en los demás, la mayor parte de las veces, Instagram recuerda demasiado a “la gran hoguera de las vanidades” de Wolfe, por el juego de las apariencias, la hipocresía, los convencionalismos y la falta de pudor.

Siento cierta fobia hacia ese tipo de sobreexposición y hacia la pretensión de “influir positivamente” en la vida de los demás, que utilizan como excusa moral cuando alguien cuestiona su exhibicionismo. La realidad es que suelo sentir compasión por casi todo el mundo pero me cuesta tolerar la pornografía emocional disfrazada de sensibilidad y las recetas baratas de la autoayuda. No tengo cuenta, pero sí una amiga que me envía “joyas” del iluminismo de barraca que va encontrado en Instagram, donde crecen como las setas los sabios y sabias dispuestos a dar consejos a diestro y siniestro, mientras se muestran en todas sus poses y desde todos los ángulos imaginables. Blandiendo, eso sí y todos a una, la ya manida bandera de su supuesta imperfección como primer escudo. La vanidad se cuela por cualquier ranura, quién sabe, quizás forme parte del combustible que mueve hacia adelante el engrudo humano. Pero, por favor, afilemos un poco el lápiz. En Instagram es casi todo tan vulgar y tan bobo que duele.

Ayer leía: “Poco puedo aportar yo a la red social de la perfección” al pie de una foto en la que el influencer en cuestión, esta vez hombre, aparecía muy favorecido posando con su novia en una foto editada y retocada con todo detalle. Imperfectos y además sinceros, qué lujo, qué ingenio…como siempre, postureo. Pero ahora, postureo con pretensiones zen y, lo que es peor, a veces con pretensiones pseudo-evangelizadoras nunca demasiado explícitas porque hay que ser del mundo y gustar… Tanto mimetismo acaba destrozando cualquier identidad y no genera más que caos y confusión ¿De verdad creen que esa inflación del yo va a expandir la conciencia del otro?

¿A quién le importa qué llevas puesto hoy, qué vas a cocinar o qué has comprado en las rebajas? Al margen del cotilleo y la pura contaminación visual, ¿qué aporta Instagram además de dinero por publicidad a las influencers que lo mismo te venden consejos que cosmética? Tantos instagrammers no son en realidad más que náufragos pidiendo atención a gritos, enganchados en redes virtuales donde en el fondo no hay más que soledad, aburrimiento, ruido visual y mucha frustración convertida en cotilleo, por no hablar de la falta de pudor y vergüenza ajena. Sí, creo que mantener cierta dosis de vergüenza es muy sano.

Recuerda Max Scheler que el pudor y la vergüenza no son sentimientos exclusivamente sexuales sino que tienen un valor social, que defiende al sujeto de la publicación de lo privado que, en sociedades como las nuestras, desacralizadas y consumistas, es el medio más eficaz para preservar su discreción, su ser singular, su ser íntimo, donde se custodia esa reserva de sensaciones, sentimientos y significados “propios” que resisten la homologación, que es a lo que tiende nuestra sociedad de masas para conseguir una gestión de las personas más cómoda. Para Scheler, la vergüenza no es principalmente un sentimiento externo inculcado por la sociedad en el hombre, sino un regulador de sentido interno que protege al individuo y lo orienta hacia una valoración positiva de sí.

Y me pregunto: instagrammers, ¿por qué os exponéis así, desprovistas de toda protección, ante la mirada de los demás?¿Por qué, amando a vuestros hijos como decís amarlos, los exponéis totalmente desprotegidos ante la mirada de la masa? La Sagrada Escritura muestra sugerentes imágenes de pudor, como la que se lee en el Génesis cuando Rebeca, al ver a Isaac, se bajó del camello y cubrió su belleza con un velo. Feminidad y misterio. Urge recuperar ese misterio que genera vida y que es velado por el pudor.

El silencio, protagonista de la célebre partitura 4'33'' del compositor vanguardista John Cage (1912-1992).

Se me olvidaba. El último grito en Instagram es hablar del valor del silencio y el movimiento slow, mientras se bombardea la mirada de los seguidores con la más burda contaminación visual. Predican el silencio mientras aturden e interrumpen con un ruido constante. Sí, hablar del silencio está de moda y es cierto que lo necesitamos más que nunca. Silencio que hace aflorar las emociones que escondemos gracias a la constante estimulación y ruido de la tecnología. Necesitamos silencio visual y ayuno de imágenes para purificar nuestra mirada, para mantener algo de cordura y autocrítica que nos permita percibir que esto es una epidemia. Debemos estar alerta porque es altamente contagiosa y puede atraparnos con sus garras a cualquiera. Yo personalmente quiero dejar de hacer tantas fotos con el móvil intentado apropiarme de la belleza que percibo. La belleza es gratis, no se compra con píxeles ni suele habitar en las memorias RAM. Lo sublime no sobrevive a las fotos. Requiere silencio, atención y sensibilidad, justo lo que no dan las máquinas. Si observas la realidad a través de un objetivo se esfuma sin apenas dejar huella.