Se preguntaba Olegario González de Cardedal, en una magnífica tercera, si Dios es un juguete roto, tal como aventurase el sobrevalorado Tierno Galván. Dejando aparte la aseveración de Tierno (que ni siquiera tiene la grandeza desesperada del deicida Nietzsche y más bien parece ocurrencia de ateneísta atufado de berza) y aceptando que -como señalaba nuestro muy querido teólogo- «la realidad infinita de Dios desborda siempre nuestra comprensión», quisiera añadir algunas humildes consideraciones complementarias a las que González de Cardedal desplegaba en su artículo.

Concluía nuestro autor que, si bien la presencia social de lo religioso ha disminuido en las últimas décadas, la necesidad de Dios se mantiene intacta: «La religión ha desistido de ser política para ser relación personal y comunitaria con Dios que ilumina toda la vida humana», afirmaba con optimismo. Pero la frase nos deja un cierto regusto de insatisfacción: no sólo porque las expresiones «política» y «comunitaria» sean en su origen casi sinónimas (y, aunque no se nos escapa que en el lenguaje hodierno y en la intención del autor tratan de describir realidades distintas, lo cierto es que tales realidades son necesariamente conexas), sino también porque, una vez que la religión ha desistido de la política, muy malamente puede «iluminar toda la vida humana», de la cual la política es parte consustancial. Lo que ha ocurrido, más bien, es que la religión ha desistido, en efecto, de la política (y de la economía, y de la ciencia, y del arte, y de la cultura, y de tantas y tantas otras realidades seculares); e, inevitablemente, se ha quedado prisionera en el ámbito de la conciencia, dejando de «iluminar la vida entera».

El realismo tomista siempre tuvo claro que las realidades seculares eran autónomas de la religión, pero subordinadas a ella, como los planetas que giran en órbitas concéntricas en torno al sol. En nuestro tiempo, por el contrario, tales realidades seculares se han negado a recibir la luz solar -sobrenatural- que la religión les prestaba; y así se han convertido en planetas tenebrosos de órbita errática, mientras la religión, recluida en la conciencia, ha quedado reducida a idea o sentimiento, emoción o estado espiritual... al que se le reconoce, a lo sumo, cierto valor consolador, como a cualquier otro placebo; pero en modo alguno el valor de iluminar la vida entera.

Este confinamiento de la religión en «la estructura de la conciencia» y su desistimiento de la política explica la situación actual, que León XIII delinease proféticamente en su encíclica Inescrutabili Dei: «Supresión general de las verdades más altas; altivez de los caracteres que no soportan autoridad legítima; una causa permanente de disensiones que no cesa de producir luchas atroces entre ellos; desprecio a las leyes que rigen las costumbres y protegen la justicia; irreflexiva administración y dispendio de los bienes públicos; la desvergüenza de los que, al tiempo que cometen los mayores atropellos, intentan presentarse como los defensores de la patria, de la libertad y del derecho; la peste mortal que se insinúa como una serpiente por todas las clases de la sociedad y no le deja ni un momento de reposo, preparándole nuevas revoluciones y desenlaces calamitosos».

El hombre ha dado en la extraña locura de creer que Dios es una mera «estructura de su conciencia». Y una religión así acaba agostándose; pues no viendo la grandeza infinita de Dios encarnada en las realidades seculares, el hombre entabla con el Dios de su conciencia una «relación personal» que, o bien degenera en puro emotivismo, o bien se convierte en confianzuda relación «de tú a tú», en la que crea un dios a su medida. Así los hombres se convierten en juguetes rotos.

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