Publicaba ABC un artículo de don Nicolás de Arespacochaga en el que se me acusaba calumniosamente de «tergiversar» el «mensaje» de Jesucristo. Don Nicolás, que se declara partidario de una «flexible y tolerante» forma de entender tal «mensaje», según las «distintas formas de pensar, distintas educaciones y circunstancias personales» (confesión de parte en la que el Verbo de Dios queda reducido a un «mensaje» que admite pluralidad de interpretaciones, según la coyuntura), consideraba que afirmar que el mandato evangélico de amar al enemigo es «imposible sin un concurso sobrenatural» constituye una «tergiversación», porque no cree que «Jesucristo nos dé mandatos que no seamos capaces de cumplir». ¡Naturalmente! Jesucristo lo que hace es dispensarnos la gracia para que cumplir tal mandato no nos resulte imposible. Pero amar al enemigo sin el concurso de la gracia resulta imposible, puesto que no se halla entre las tendencias naturales del ser humano, que son la conservación propia, la propagación de la especie y la vida comunitaria. Amar al enemigo atenta contra tales tendencias naturales; y sólo puede lograrse mediante el concurso sobrenatural de la gracia, que no es -¡por supuesto!- una especie de deus ex machina que opere al margen de nuestra naturaleza humana, sino un don que actúa sobre ella, sanando nuestra condición pecadora.

También considera don Nicolás que tergiverso el «mensaje» de Jesucristo cuando afirmo que «no puede haber perdón sin arrepentimiento». Para don Nicolás -como para Renan-, el «mensaje» de Jesucristo es «la maravillosa, sublime, perfecta idea» del «perdón incondicional, sin requisitos previos a cumplir por la otra parte», que hallaría su expresión máxima en la frase que Cristo pronuncia en la Cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Sin embargo, en esta frase Cristo no perdona a quienes lo están matando, sino que intercede ante el Padre para que lo haga; y esa intercesión sin duda rindió sus frutos, como se percibe en la exclamación arrepentida del centurión. Cristo no pidió perdón incondicional para todos los que participaron en el crimen del Calvario, ya que esto sería inconsecuente con la justicia de Dios y con la libertad del hombre. Cristo murió para que la justicia y la misericordia de Dios, juntas, ofrecieran perdón al hombre que libremente lo busque. Dios sólo perdona a quienes se acercan a Él con fe; no a una multitud amorfa que no desea ser perdonada. Afirmar lo contrario es tanto como sostener que los actos humanos resultan indiferentes ante Dios; y, por lo tanto, que el sacrificio redentor de Cristo fue superfluo o estéril. Una cosa es el amor incondicional de Dios, que se ofrece en el madero para salvación de los hombres; y otra muy distinta que ese amor sea acogido o rechazado por cada uno de nosotros. Si ese amor es rechazado (esto es, si no hay arrepentimiento), el hombre no puede obtener el perdón de Dios. Como nos recuerda José Ignacio Munilla, «la presentación del amor incondicional de Dios a modo de un indulto general indiscriminado no solamente choca con los abundantes pasajes evangélicos que hablan de la posibilidad real de la perdición del hombre, sino que tampoco se compagina con la imagen de un Dios que respeta la libertad y la dignidad del hombre. Siendo cierto que la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven, sin embargo, para ello es necesario que cada uno coopere libremente, abriéndose a la gracia de la conversión».

Afirmar que el perdón de Dios es incondicional es una grave tergiversación del Evangelio; claro que, cuando al Verbo de Dios se le reduce a un mero «mensaje» (esto es, una predicación virtuosa), todas las tergiversaciones son posibles.

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