Personalmente no sé si han existido y existen escuchas telefónicas desde las cloacas del Estado a los adversarios políticos de los mandarines colorados. Por supuesto no estoy en el secreto del sumario como los redactores de «El País», que misteriosamente se enteran de todos los secretos sumariales que interesa a los mandos aventar en la era pública. Aunque, y a pesar de tanto «servicio prestado», buena se la han jugado a Prisa con el asuntejo de la televisión de pago para «visionar» el futbolín. Ahora toca echar una mano a «La Secta», el canal afecto. Ya te lo dije yo, querido amigo y viejo colega, que no debías fiarte de los «parvenu» endiosados, ni siquiera de los «compagnons». En fin, que no sé nada de nada de las escuchas telefónicas, aunque no pondría la mano en el fuego. Es una cuestión de experiencia.

Apenas transcurridas las infectadas elecciones generales de marzo de 2004, invité a cenar en mi casa a media docena de colegas –con sus respectivas «santas»-, alguno de ellos con escaño fijo en el templo de las leyes, para comentar la nueva situación que la matanza misteriosa del 11-M y la manipulación de Rubalcaba nos habían echado encima. No había alegría en la reunión, a pesar del suculento menú que nos preparó mi mujer, excelente cocinera: olla valenciana de cardos, y «pastizos» (empanadas) al gusto de mi tierra. No había alegría, pero sí, en cambio, desconcierto de lo que procedía hacer frente a la que se venía encima a España entera. Yo, aparte de los comentarios al hilo de la conversación, dije algo que no se me ha olvidado: cuidado con los teléfonos, mucho cuidado con los teléfonos, que, como las escopetas, los carga el diablo. Una recomendación semejante transmití a todos mis familiares, amigos y conocidos. Ignoro si alguien me hizo caso. Ya se sabe que nadie es profeta en su tierra. Por mi parte, sin embargo, sigo tomando mis precauciones. El gato escaldado del agua fría huye.

Un poco después, el entonces presidente y director del periódico «La Gaceta de los Negocios», excelente periodista y mejor persona, cristiano a carta cabal, miembro del Opus, (fallecido en noviembre del año pasado), Juan Pablo de Villanueva, con quien me unía vieja y entrañable amistad, me pidió que hiciese de introductor de embajadores ante el nuevo arzobispo de una sede metropolitana de las más importantes de España, al que deseaba conocer y recabar su colaboración como articulista en los grandes temas de la Iglesia. A los pocos días compartíamos los tres, mesa y mantel en un restaurante «civil» de la ciudad arzobispal. Hablamos a tumba abierta de todo lo que se nos ocurrió. En un momento dado expresé mi temor a las escuchas telefónicas, «porque de esta gente no me fío un pelo». El mitrado confesó que él tampoco, por eso había mandado hacer a una empresa especializada, un barrido de todas las dependencias y teléfonos fijos del palacio arzobispal y, al mismos tiempo, le dieron instrucciones de cómo usar el teléfono móvil para evitar «interferencias». De esto hace ya cinco años.

Tengo a mis espaldas una larga experiencia de escuchas telefónicas, sufridas cuando quería «salvar al mundo». Por cierto que algunos, especialmente los peceros, sabiendo que teníamos todos los teléfonos pinchados, convocaban telefónicamente a unos y otros a reuniones o manifestaciones, que era tanto como invitar directamente a la «social» para que cazara a placer. Al PC le interesaba sobremanera que hubiese detenciones. De ese modo alimentaban de noticias «represivas» a la Pirenaica y, además, si algún pichón terminaba en Carabanchel, por reincidente, mejor que mejor, porque allí tenían montada la universidad de captación y formación marxista a cargo de un albañil llamado Trinidad, del que, liberado tras la muerte de Franco, no volví a saber más de él. El lector dirá: bueno, aquellos eran otros tiempos. En efecto, eran otros tiempos, pero los fontaneros del Poder, las alcantarillas de la Moncloa, de los servicios opacos, el CNI –llámese como se quiera-, los «servidores del Estado», etcétera, siguen estando ahí, como en todas las situaciones y regímenes, porque el Gran Hermano nunca deja de ser grande y extremadamente fraterno, nunca deja de velar y preocuparse por nosotros. Naturalmente por nuestro bien. Sobre todo si está en manos de un artista tan virtuoso como el señor Pérez Rubalcaba. El mismo que se hace el ofendido, muy ofendido, si se descubren sus mañas. Eso de mostrarse indignado cuando el adversario le deja a uno con el bullarangue a la intemperie, es un truco añejo que se enseñaba en las viejas escuelas de agit-prop para achantar al contrario, para intimidarle, a fin de que terminara creyendo que había metido la pata y que debía pedir disculpas o poco menos. En la agencia Efe tuve un jefe, sociata, que maneja ese recurso dialéctico con verdadera maestría, sobre todo en sus enfrentamientos con el presidente, Sobrado Palomares. Luego, cuando volvía a nuestro departamento, se reía y jactaba de los apuros en que ponía al «presi» con sus argucias de la dignidad ofendida. Bueno, pues en eso seguimos.

No sé al final en qué quedará este enredo. Seguramente en la presentación de una demanda judicial por parte del PP, como la ya presentada por Trillo, que tal vez se sustancien dentro de un siglo o así. Pero entre tanto, si yo fuera dirigente pepero, y aún siendo menos dirigente, o un simple currito de base, tomaría mis precauciones telefónicas. Por si acaso. Y lo mismo digo a mitrados y tonsurados en general, y a los activistas de pro-vida, y a los objetores de la maligna EpC, y a cuantos se oponen a las medidas diabólicas propiciadas por ZP y sus mariachis. No olvide nadie que en el ministerio del Interior está quien está y es quien es.