Un nutrido grupo de obispos de los Estados Unidos, en visita ad limina, escuchaba al Papa. Benedicto XVI ha elegido un tema vitriólico para la cultura actual, el valor humano (existencial, cultural, político) del matrimonio y de la familia. Pero junto a ese tema, candente como pocos en el mundo anglosajón, el Papa saca a relucir otro de incómodo manejo para los responsables eclesiales: la educación de la afectividad.

La mayor parte de la prensa ha destacado que el Papa descendió a la arena del debate sobre el matrimonio cuando varios estados de la Unión se aprestan a votar en referéndum sobre su definición legal. Benedicto XVI detecta las poderosas corrientes culturales y políticas que tratan de alterar la definición legal del matrimonio y pide a la Iglesia que se implique abiertamente en una batalla que considera crucial para el futuro de la humanidad. Afirma que la diferencia sexual no puede considerarse irrelevante en la definición del matrimonio, ya que forma parte esencial de su naturaleza y misión. El Papa sabe que aquí tocamos el núcleo duro de la mentalidad heredada del 68, que aquí se juega la alternativa entre una cultura que reconoce el dato humano y lo sirve, y otra que pretende reinventar arbitrariamente al hombre desde el poder.

Por eso pide a los obispos un esfuerzo que sabe lleno de riesgos y costes. Porque nadie que entra hoy en esta batalla puede salir indemne, sin heridas. Pero Benedicto XVI no pide principalmente un despliegue de músculo sino un esfuerzo de la razón y una disposición al testimonio. Empezando por la propia catequesis y la formación del pueblo cristiano, que en esta materia ha dejado mucho que desear en tantos ambientes del mundo anglosajón. Asumiendo incluso el lastre que supone para la Iglesia en los Estados Unidos la cruel experiencia de los casos de abusos sexuales.

Sin embargo se ha destacado poco la segunda parte del discurso de Benedicto XVI, a mi juicio la más original. Aquí aborda la cuestión de la educación afectiva de los jóvenes, un punto que hace temblar a más de un responsable eclesial. Y lo que conmueve es que el Papa no se conforma con la exposición del discurso correcto: es necesaria una "formación del corazón" que permita reconocer la propuesta cristiana sobre la sexualidad como fuente de verdadera libertad, felicidad y cumplimiento de la vocación del hombre al amor. "No es una mera cuestión de presentar argumentos", subraya, sino de acompañar a los jóvenes en la verificación de que esta propuesta hace la vida más grande, bella y feliz. Ya podemos desgañitarnos con los principios si falta esa certeza.

En el ambiente actual la propuesta cristiana puede ser considerada contracultural, pero su fuerza radica únicamente en su verdad humana, existencial, por tanto en que se puede probar en la propia vida. Esta es la invitación vertiginosa que lanza Benedicto XVI a padres, catequistas, sacerdotes, y todos aquellos que tienen una función educativa. Sabemos bien hasta qué punto la cuestión de la afectividad es el acantilado contra el que se estrellan tantas veces los mejores inicios de un camino cristiano. Y no sólo por las endebles razones de tantas catequesis paupérrimas, moralizantes y derrotadas de antemano. Sino por la falta de esa verificación arriesgada (¡el riesgo educativo!) a la que nos invita el Papa, que exige no sólo dispensar reglas sino implicarse en una relación en la que el testigo tiene que estar dispuesto a "pagar" con su propia vida. Y más cuando se trata de ese ángulo donde se expresa radicalmente nuestra necesidad de amar y ser amados.
Una cosa está clara: sin la experiencia de que la propuesta cristiana hace al amor más fuerte, libre y bello, veremos una y otra vez a los jóvenes perderse por el sumidero de la afectividad. Y eso es algo patético si pensamos en la promesa de Jesús: "quien me siga tendrá aquí el ciento por uno... y la vida eterna". Menos mal que Pedro nos empuja otra vez mar adentro.