«Este es mi Hijo amado, escuchadle». Con estas palabras, Dios Padre daba a Jesucristo a la humanidad como su único y definitivo Maestro, superior a las Leyes y a los profetas.

¿Dónde habla Jesús hoy, para que le podamos escuchar? Nos habla ante todo a través de nuestra conciencia. Ella es una especie de «repetidor», instalado dentro de nosotros, de la voz misma de Dios. Pero por sí sola ella no basta. Es fácil hacerle decir lo que nos gusta escuchar. Por ello necesita ser iluminada y sostenida por el Evangelio y por la enseñanza de la Iglesia. El Evangelio es el lugar por excelencia en el que Jesús nos habla hoy. Pero sabemos por experiencia que también las palabras del Evangelio pueden ser interpretadas de maneras distintas. Quien nos asegura una interpretación auténtica es la Iglesia, instituida por Cristo precisamente a tal fin: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» [Lc 10, 16. Ndt]. Por esto es importante que busquemos conocer la doctrina de la Iglesia, conocerla de primera mano, como ella misma la entiende y la propone, no en la interpretación –frecuentemente distorsionada y reductiva-- de los medios de comunicación.

Casi igualmente importante que saber dónde habla Jesús hoy es saber dónde no habla. Él no habla ciertamente a través de magos, adivinos, nigromantes, oradores de horóscopos, pretendidos mensajes extraterrestres; no habla en las sesiones de espiritismo, en el ocultismo. En la Escritura leemos esta advertencia al respecto: «No ha de haber en ti nadie que haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, que practique adivinación, astrología, hechicería o magia, ningún encantador ni consultor de espectros o adivinos, ni evocador de muertos. Porque todo el que hace estas cosas es una abominación para Yahvé tu Dios» (Dt 18, 1012).

Estos eran los modos típicos de referirse a lo divino de los paganos, que sacaban auspicios consultando los astros, o vísceras de animales, o el vuelo de los pájaros. Con esa palabra de Dios: «¡Escuchadle!», todo aquello se acabó. Hay un solo mediador entre Dios y los hombres; no estamos obligados a ir ya «a tientas», para conocer la voluntad divina, a consultar esto o aquello. En Cristo tenemos toda respuesta.

Lamentablemente hoy aquellos ritos paganos vuelven a estar de moda. Como siempre, cuando disminuye la verdadera fe, aumenta la superstición. Tomemos la cosa más inocua de todas, el horóscopo. Se puede decir que no hay periódico o emisora de radio que no ofrezca diariamente a sus lectores u oyentes el horóscopo. Para las personas maduras, dotadas de un mínimo de capacidad crítica o de ironía, eso no es más que una inocua tomadura de pelo recíproca, una especie de juego y de pasatiempo. Pero mientras tanto miremos los efectos a la larga. ¿Qué mentalidad se forma, especialmente en los chavales y en los adolescentes? Aquella según la cual el éxito en la vida no depende del esfuerzo, de aplicación en el estudio y constancia en el trabajo, sino de factores externos, imponderables; de conseguir dirigir en provecho propio ciertos poderes, propios o ajenos. Peor aún: todo ello induce a pensar que, en el bien y en el mal, la responsabilidad no es nuestra, sino de las «estrellas», como pensaba Don Ferrante, de recuerdo manzoniano [en referencia a la novela «Los novios» de Alessandro Manzoni (17851873) Ndt]

Debo aludir a otro ámbito en el que Jesús no habla y donde, sin embargo, se le hace hablar todo el tiempo. El de las revelaciones privadas, mensajes celestiales, apariciones y voces de naturaleza variada. No digo que Cristo o la Virgen no puedan hablar también a través de estos medios. Lo han hecho en el pasado y lo pueden hacer, evidentemente, también hoy. Sólo que antes de dar por descontado que se trata de Jesús o de la Virgen, y no de la fantasía enferma de alguno, o peor, de espabilados que especulan con la buena fe de la gente, es necesario tener garantías. Se necesita en este campo esperar el juicio de la Iglesia, no precederlo. Son aún actuales las palabras de Dante: «Sed, cristianos, más firmes al moveros: / no seáis como pluma a cualquier soplo» (Par. V, 73 s.).

San Juan de la Cruz decía que desde que, en el Tabor, dijo de Jesús: «¡Escuchadle!», Dios se hizo, en cierto sentido, mudo. Ha dicho todo; no tiene cosas nuevas que revelar. Quien le pide nuevas revelaciones, o respuestas, le ofende, como si no se hubiera explicado claramente todavía. Dios sigue diciendo a todos la misma palabra: «¡Escuchadle a Él!, leed el Evangelio: ahí encontraréis ni más ni menos que lo que buscáis».