El aplauso más caluroso de este fin de semana se lo llevó Rubalcaba cuando dijo:
—Si retrocedemos cada vez que la derecha llega al poder, y reconsidera todas las leyes, trata de imponernos su dogmas y revisa las normas con las que iniciamos la transición, el PSOE se va a plantear muy seriamente también la revisión de todos esos pactos y, en concreto, los acuerdos con la Santa Sede.

El propio Rubalcaba hizo mención a las dos únicas «reconsideraciones» legales que el nuevo gobierno ha anunciado: una tibia reforma de la ley del aborto —que volvería a quedar en los mismos términos establecidos por la ley-coladero de 1985— y una sustitución de la asignatura llamada «Educación para la Ciudadanía» por otra llamada «Educación Cívica y Constitucional», que tal vez sea el mismo perro con distinto collar. A esto es a lo que Rubalcaba llama «romper todos los consensos» y «revisar las normas con que iniciamos la transición». Salta a la vista, sin embargo, que ni un supuesto «derecho al aborto» ni la llamada Educación para la Ciudadanía forman parte de las normas con que «iniciamos la transición», ni de ningún consenso de treinta años, sino que son creaciones zapateriles de nuevo cuño, contestadas además por amplios sectores de la sociedad. En este sentido, podría afirmarse que el único «dogma» que el nuevo gobierno «trata de imponer» es el mismo que antes impusieron los socialistas: a saber, que la aritmética parlamentaria favorece la revisión de las leyes. «Dogma» democrático contra el que, desde luego, podrían oponerse severas objeciones; pero en ningún caso hubiésemos pensado que Rubalcaba fuese a hacerlo.

Las frases de Rubalcaba deben interpretarse a la luz de otra frase famosa proferida por Pablo Iglesias, hace ya un siglo: «Los socialistas estarán en la legalidad mientras la legalidad les permita adquirir lo que necesitan; fuera de la legalidad cuando ella no les permita realizar sus aspiraciones». Para los socialistas los consensos políticos sólo son respetables si a los socialistas les permiten llegar adonde querían llegar cuando los suscribieron; si ese proceso sufre revisiones, por nimias que sean, «nos replantearemos —Rubalcaba dixit— nuestras posiciones, que han sido sensatas en pos de la convivencia y cohesión social». Nótese la brutalidad de la afirmación, en la que, a la vez que se reconoce la sensatez de las posiciones adoptadas por los socialistas hace treinta años, Rubalcaba aboga por adoptar otras distintas, que inevitablemente (según el sentido inequívoco de la frase) habrán de ser insensatas. Pero la pirueta final de su razonamiento aún incluye otra admonición más truculenta: si la derecha no admite la evolución del proceso político abierto en la transición que a los socialistas les permita realizar sus aspiraciones, entonces los socialistas revisarán «los acuerdos con la Santa Sede» (y que Rubalcaba llame «Santa Sede» al Estado Vaticano debemos interpretarlo como un acto fallido o lapsus freudiano, reminiscencia de una infancia en la que fue campeón de catecismo y alumno pilarista).

Que sus disensiones con la derecha las pretenda solventar Rubalcaba revisando tratados internacionales es, cuanto menos, pintoresco; por lo que hemos de deducir que para Rubalcaba la derecha no es el auténtico enemigo, pues sabe bien que las leyes que ahora la derecha «reconsidere» pueden a su vez «reconsiderarlas» los socialistas, cuando la aritmética parlamentaria los beneficie. El enemigo auténtico es la Iglesia, que como bien sabe Rubalcaba nunca va a «reconsiderar» ni «revisar» sus opiniones; en esto, al menos, puede afirmarse que «el que avisa no es traidor».

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