Algo extraño está ocurriendo en EE.UU. con la primera de las libertades, es decir, la libertad religiosa. Por un lado, la sociedad está arrinconando los últimos rescoldos de la intolerancia religiosa, admitiendo, sin demasiados problemas, la condición de mormón o de católico en los candidatos a la presidencia. Al tiempo, el Tribunal Supremo ratifica la importancia de la libertad religiosa, dictando una importante sentencia --con sorprendente unanimidad, en un tribunal habitualmente dividido- a favor de que las organizaciones religiosas puedan despedir empleados por motivos de coherencia de vida, ortodoxia en su labor de enseñanza o comportamiento. El Supremo (s. 12 de enero 2012) considera que por encima de normas sobre discriminación laboral está la primera enmienda a la Constitución, que garantiza la libertad religiosa.

Sin embargo, la administración Obama parece ir contracorriente, con una serie de medidas que están produciendo reacciones en cadena entre los obispos estadounidenses y en el mismo Vaticano. Así, en pocos días, el arzobispo de Nueva York y presidente de la Conferencia Episcopal estadounidense, cardenal Timothy Dolan, y el arzobispo de Los Ángeles, monseñor José H. Gómez, han intervenido contundentemente contra normas federales que prohíben a centros médicos vinculados con la Iglesia negarse a facilitar el aborto --si en ellos se atiende a personas que no son de la Iglesia--, o que imponen como norma dar a empleados de instituciones religiosas (colegios, asilos, hospitales, universidades, etc.) un pago para servicios de “control de la natalidad” (abortos, esterilizaciones, píldoras abortivas, etc.), como parte de un paquete de seguros.


“Esto no debería suceder en una tierra donde el libre ejercicio de la religión ocupa el primer lugar en la carta de derechos”, subrayó Dolan. Hace unos meses, la propia Conferencia Episcopal había creado una comisión especial para la libertad precisamente por el número "creciente de programas y políticas federales que amenazan los derechos de conciencia, o que pueden socavar el principio fundamental de libertad religiosa”.

Por su parte, Benedicto XVI en un discurso a los obispos católicos de Estados Unidos en visita ad limina, manifestó su preocupación por “algunos intentos de limitar la más querida de las libertades americanas, la libertad religiosa. Muchos de vosotros habéis señalado que ha habido un esfuerzo coordinado para denegar el derecho a la objeción de conciencia a personas e instituciones católicas en lo que se refiere a la cooperación en prácticas intrínsecamente malas. Otros me han hablado de una preocupante tendencia a reducir la libertad religiosa a mera libertad de culto sin garantías de respeto a la libertad de conciencia”.

Es sintomático que Benedicto XVI una libertad religiosa y objeción de conciencia. La razón estriba en que el último reducto defensivo de los ciudadanos frente a los ataques legales a sus convicciones más profundas es, precisamente, los resortes de que dispone la conciencia herida, que puede reaccionar negándose a acatar la ley, cuando esta se convierte en un “simple procedimiento de gobierno” para transmitir consignas ideológicas con precipitación y, a veces, con vulgaridad. Es lo que acaba de ocurrir en el caso de Julea Ward, decidido hace unos días ( 27 de enero de 2012 ) por sentencia de un Tribunal federal de Apelación. Conviene detenerse en él, pues apunta a discriminaciones que sufren los objetores como si fueran una especie de “nuevos herejes”.


Julea Ward era una estudiante en un programa de asesoramiento (terapia) de la Eastern Michigan University. Fue expulsada del programa después de que solicitara permiso para transferir a un cliente homosexual a otro terapista. Ella, refiriéndose a sus creencias cristianas, estaba dispuesta a aconsejar a los pacientes, pero siempre que ese consejo no supusiera "reafirmar" sus comportamientos homosexuales. La Universidad inició un proceso de carácter administrativo, que concluyó con la decisión de dar de baja a la estudiante, motivándola en el argumento de que sus convicciones de conciencia no eran acordes con las normas profesionales de una terapista. La estudiante entabló una demanda ante el tribunal federal, alegando una violación de sus derechos constitucionales a la libre expresión y el ejercicio libre de la religión.

Después de una instancia contraria, el tribunal de apelación (Corte de Apelación para el Sexto Circuito) decidió otorgar el amparo a la objetora. El tribunal critica que la universidad hiciera una excepción en sus normas para respetar las diferencias de opinión de las personas en cuestiones seculares pero no en cuestiones religiosas: esto –concluye- no es respetar las diferencias sino imponer una ortodoxia. Para el Tribunal, “ una universidad no puede obligar a un estudiante a alterar o violar sus sistemas de creencias, como precio para la obtención de un grado". Se entiende así, que los abogados defensores adujeran que, en el caso Ward, la Universidad denunciante invocaba sesgadamente los códigos de ética profesional “como si fueran códigos que prohíben la blasfemia y que permiten castigar como herejes a los discrepantes”.


Tienen razón. Cuando una sociedad democrática sensata renuncia imponer su voluntad a las minorías disidentes, no da muestras de debilidad sino de fortaleza. El recurso a la objeción de conciencia confirma la vitalidad de la democracia, al garantizar uno de los elementos políticos que lo fundamentan: el respeto a las minorías. Un objetor no es un hereje disidente al que hay que exterminar, es, al contrario, alguien que acepta el sistema legal de forma madura y ética, ya que apunta hacia los valores sin limitarse a la pura formalidad de la regla objetiva. Vistas así las cosas, en el conflicto entre ley y conciencia no hay que ver una especie de contienda entre interés privado e interés público. Lo que existe es una confrontación entre dos intereses públicos: pues también lo es la salvaguardia de ámbitos individuales de autonomía en el marco democrático.

La libertad de conciencia es la “estrella polar” de las leyes morales, que permite al hombre ser lo que es y llegar a un destino cierto. Ignorarla a través de normas de “obligado cumplimiento”, supone ignorar lo que es la naturaleza del hombre. De ahí que desde instancias muy diversas se apela al derecho como un instrumento mediante el que la sociedad trata de organizarse a sí misma, en torno a unos valores que son esencialmente éticos. Valores cívicos, desde luego, pero que frecuentemente tienen origen religioso. Descartar la conciencia individual es una potencial discriminación contra minorías religiosas. De ahí la importancia que el tema va adquiriendo en Estados Unidos y, en general, en todo Occidente.

Rafael Navarro-Valls es miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.
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