Que España se ha convertido en un vivero de odios orgulloso y ufano no admite discusión. He escuchado a mucha gente justificar los ‘escraches’ que ha recibido Iglesias durante los últimos años alegando que él mismo los había aplaudido, calificándolos de ‘jarabe democrático’; y también he escuchado a mucha gente justificar los vituperios infamantes que sobre Iglesias han llovido alegando que él mismo había reclamado la ‘naturalización del insulto’. Esta consagración de la ley del Talión me parece expresiva de una sociedad muy gravemente enferma.

Yo tuve la ocasión de tratar personalmente a Pablo Iglesias, que me entrevistó para un programa que dirigía y presentaba, siendo antípodas su visión del mundo y los postulados que defiende a los que yo siempre he proclamado. El mero hecho de que quisiera entrevistarme, provocando las iras de muchos de sus fanáticos, me pareció un gesto de bonhomía insólito en una época tan sectaria como la nuestra. Poco después de aquella entrevista, cuando sus hijos Leo y Manuel nacieron prematuramente, Pablo Iglesias me rogó compungido que rezase por ellos, sabiendo que soy creyente. Decía Bloy que ninguna oración es tan grata a Dios como la oración del ateo; pero sin duda la oración que se hace por petición del ateo también debe de serlo, así que me puse manos a la obra con un brío que se revelaría eficacísimo. Recé mucho por Leo y Manuel, que venturosamente salieron del aprieto; y todas las semanas hablaba con Pablo Iglesias, que me contaba agradecido la mejoría de quienes llamaba con ensimismado amor ‘los jimaguas’. Durante aquellos meses inciertos, Pablo Iglesias me hizo algunas confidencias magulladas, en las que se mostraba como padre desvelado; y como persona muy cariñosa.

Tuvimos algunos encuentros durante aquellos meses, antes de que diera el mal paso de formar gobierno con el doctor Sánchez. Desde entonces, no quise mantener relación con él, para que el vínculo espiritual entablado a través de Leo y Manuel no enturbiase mi juicio sobre sus acciones, que en general me han parecido bastante deplorables y en ocasiones siniestras. Más allá del error de sus postulados, descubrí entonces a un hombre que había iniciado un largo camino hacia la noche; un hombre devorado por un «buitre voraz de ceño torvo», infestado de un encono y una vibración oscura que desmentían al hombre que traté en la tribulación. Pero no creo que este Pablo Iglesias infestado de sombras sea más verdadero que el Pablo Iglesias que yo conocí, purificado por el dolor ante el destino de sus hijos. Cuando uno cree en el Demonio, no necesita andar creando demonios de carne y hueso. Y cuando cree en la Redención, sabe que no hay hombre al que no se le ofrezca incansablemente, durante todos los días de su vida. Ahora que Pablo Iglesias ha dejado de ser un hombre poderoso, tal vez me anime a llamarlo algún día, para preguntarle por los jimaguas. Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera.

Publicado en ABC.