Cuando le llamé estaba en Bangui, la capital de un inmenso y desconocido país lleno de belleza y de dolor. Siempre con su celular a punto, me había dicho que saldría un momento de su reunión con la conferencia episcopal de la República Centroafricana para atenderme. Le esperábamos con algo de tensión porque la entrevista era en directo y nunca se sabe con las comunicaciones en un país como ese. Pero su voz sonaba nítida y cálida, casi infantil por su alegría, para los oyentes de El Espejo de COPE.

Se llama Juan José Aguirre, obispo de Bangassou, una diócesis del tamaño de Andalucía, metida como una cuña entre el sur de Sudán y el Congo. Él la recorre constantemente en moto, en jeep o en canoa, haciendo noche bajo la luz de las estrellas, celebrando la misa bajo desvencijadas cabañas y curando las heridas de su pueblo. Pero esta vez le cubre el austero techo de la sede del episcopado en la capital. Me dice que está preparando con sus hermanos la entrevista que al día siguiente tendrán con el Presidente de la república. "Nos recibe a solas, así que podremos decirle con libertad lo que pensamos, seremos la voz de los que no podrían ni siquiera soñar acercarse hasta aquí".

Le pregunto por su diócesis y se siente a través del teléfono que se la encendido una sonrisa. Tierras extensas, verdísimas en la estación de lluvias, con grandes ríos. Una sabana inmensa donde la gente lucha por extraer su pobre sustento. Pero tierras heridas por la pobreza y la violencia. Una parte de la diócesis está ocupada por la guerrilla del LRA, el Ejército de Resistencia del Señor. "Ni son ejército, ni resisten nada, ni menos aún son del Señor", me dice con una severidad teñida de dolor. "Tan solo son una banda de asesinos que mata, viola y arrasa en la mayor impunidad". Días atrás el obispo ha recorrido más de doscientos kilómetros a través de la foresta para visitar a la parte de su pueblo que más sufre. "Me ofrecieron una escolta militar, pero no puedo moverme entre mi gente con los soldados si quiero comunicarles a Jesús, un Jesús que aquí, en la cuna, aparece ya crucificado". Y entonces recuerdo otro episodio que me contó hace años, cuando un guerrillero le apuntó a la cabeza porque le impedía entrar a la iglesia en la que estaban refugiadas varias personas. Sintió la muerte aleteando alrededor, pero alguien gritó desde un extremo de la calle: "déjale, es un hombre de Dios".

Le pregunto por la dureza de su vida, siempre de acá para allá, sin reposo ni seguridades, compartiendo la dura suerte de su pueblo. Y advierto que se retrae, no quiere desplegar la épica de su aventura. "Físicamente es cansado, pero no es distinto a lo que viven miles de misioneros; ésta es la porción que me ha dado el Señor y estoy contento con lo que me ha tocado, gastar mi vida por los más pobres, por gente que no decide nada en la historia del mundo, que no influye nada, pero que tiene una gran riqueza; así será hasta que Dios quiera". Aguirre es misionero comboniano. Años atrás me habló de su vocación, de sus dudas y temores, de la ayuda que supusieron algunos hermanos para decidirse a dar el paso. Ahora lleva 32 años entre su gente de Bangassou y es irrevocablemente uno de ellos. "Intentamos dar razones de vida a gente que acaba de tener experiencias de muerte, porque siempre hay una razón para vivir". Y no lo dice desde un despacho, sino mientras susurra al oído de una mujer que ha sido violada el salmo "no tengas miedo, que yo soy tu fortaleza". Y puede decirle esto porque sabe que su fragilidad es la misma que quiso experimentar Jesús, y que su victoria será también la misma.

Su propia forma de vivir es en sí misma una razón para mantener la esperanza. Pienso en lo que ha dicho el Papa sobre la figura del obispo en la fiesta de Epifanía. El anuncio del evangelio de Jesucristo, el ir delante y dirigir, custodiar el patrimonio sagrado de nuestra fe, la misericordia y la caridad hacia los necesitados y pobres, la oración constante. Oigo por el teléfono su voz marcada por el dolor pero con una chispa invencible que nace continuamente de su fe: "el Papa tiene razón, aún en medio del dolor y de la muerte mi gente tiene una fe como columnas de bronce, y entonces siempre hay una razón para vivir". Es el hombre de corazón inquieto y vigilante de quien hablaba Benedicto XVI, el pastor que va delante sin esconderse, ni detrás de estructuras ni bajo una justificada escolta. El hombre que se consume por aliviar a los pobres, el testigo que no cede a la desesperanza, sino que afirmar con su propia vida que Jesús vence.

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