Acaba un año y va a comenzar un año nuevo. Todos deseamos que sea un año mejor que el que está expirando, porque éste ha sido, está siendo, duro y muy complicado, aunque, a decir verdad, no han faltado tampoco acontecimientos alentadores y cargados de esperanza. Se abren las puertas de un nuevo año y en su umbral nos encontramos con un panorama que es necesario renovar y que es preciso cambiar. El cambio, hay que ser realistas, no se podrá llevar a cabo en los 366 días de este año bisiesto; pero hay que ponerse manos a la obra, porque es posible. Es cuestión de algún tiempo, de esfuerzo y trabajo entre todos, de sacrificios y de colaboración mutua; y, sobre todo, no será posible ni real la tan urgente y apremiante renovación, sin la ayuda de Dios, y sin la invocación constante y paciente de esta ayuda, que nunca falta.

Todos hablamos de la crítica situación económica, que tanto está afectando intensa y extensivamente a personas y a familias, a tantos sectores de la sociedad, a países enteros. No podemos minimizar ni un ápice este aspecto fundamental con tan grandes, graves y hondas repercusiones de todo tipo. Pero tampoco podemos olvidar que esta situación no es un hecho aislado, sino reflejo de una situación social y cultural que tiene muy hondas raíces antropológicas y morales. Sin actuar en estas raíces, y buscando sólo las soluciones en el campo de la economía misma, seguiremos igual, porque, de nuevo, continuaremos supeditando al hombre y al bien común, inseparable del bien del hombre, a la economía; esto es lo que ha dado lugar a lo que nos sucede.

Final de año y comienzo de otro es momento propicio para hacer examen de conciencia personal y colectivo, discernir qué es lo que nos sucede y por qué. Es preciso tener la lucidez y la valentía necesaria para reconocer con sencillez que, desde hace décadas, nos hallamos inmersos en un panorama social y cultural dominante que nos envuelve y configura, y que algunos, tal vez con toda razón, consideran como un proyecto global, universal, no exclusivo de una nación, de alcance en valores culturales e ideológicos configurantes de un nuevo rostro, que no es nuevo enteramente, y que hasta podría tener visos de una obra de ingeniería social muy bien perfilada y desarrollada. Este examen de conciencia comporta un diagnóstico de la realidad. Si se acierta en el diagnóstico, entonces estaremos en las mejores condiciones para hallar las mejores y más adecuadas respuestas.

Está en marcha una transformación de la cultura, una real revolución cultural copernicana, que en algunas partes se ha radicalizado y aún acelerado. Responde a una concepción ideológica basada en una ruptura radical y antropológica que se asienta sobre algunos pilares básicos e interrelacionados, como: la afirmación de una libertad omnímoda y de un relativismo gnoseológico y moral fuerte e insidioso, la caída y debilidad de un pensamiento sólido que confía en la capacidad de la razón para alcanzar la verdad, el amplio predominio de la razón práctica e instrumental acompañado de un cientifismo ideológico sin base, el secularismo laicista en el que Dios no cuenta ni tiene lugar frente a la pretensión del hombre como único creador y agente de la historia, o la misma ideología de género que es la más radical de todas las ideologías conocidas hasta el presente. Organización social, ordenamientos y legislaciones, apoyos tanto mediáticos como políticos son instrumentos que cooperan de manera decisiva en la implantación de esta nueva cultura que tiene pretensiones de supervivencia y de mayor dominio todavía, no sólo en la esfera pública sino también en la privada. Una total transformación cultural y social, en la que Dios es el gran ausente, y el hombre, de hecho, pasa a ser el gran marginado que vive en la soledad. La Iglesia y todo lo que con ella tenga que ver estorba en la vida pública.

Todo esto, este cambio o revolución cultural, acontece en una situación muy concreta coincidente con una crisis económica como no conocíamos. Esta crisis no está sola; por eso quizá entre nosotros aún sea más grave. Viene acompañada y ahondada, pues, por una crisis del hombre, de principios y valores morales, y de notable debilitamiento de instituciones tan básicas como la familia, la escuela, la universidad, el mundo de la política y aun de la misma nación que somos.

Hoy, entre nosotros, conviven varias crisis: algunas de ellas, la mayoría, compartidas con los europeos, pero también algunas tienen lamentablemente un carácter muy singular. Es curioso cómo se buscan ahora a expertos y analistas económicos, como si esta crisis tuviese solución exclusivamente con medidas técnicas, de carácter económico, sin que hasta la fecha parece que casi nadie quiere entender y comprender que la raíz de la solución está y estará en la modificación de las actitudes personales y colectivas que presiden nuestras sociedades. Los grandes problemas requieren también grandes soluciones: cambiar el corazón y el pensamiento del hombre, sus criterios de juicio y su mentalidad. Así despedimos un año, y así esperamos el nuevo: con una llamada nada menos que a una viva y honda conversión que penetre al hombre y a la sociedad. Que sea muy dichoso y próspero para todos el nuevo año, que para todos sea un aprender el verdadero arte de vivir y desarrollo de un hombre nuevo, verdaderamente nuevo, con la novedad de su verdad, de la que es inseparable la suprema Verdad, Dios-con-el-hombre.