Es cierto que el discurso de Benedicto XVI ante el Bundestag está llamado a hacer historia. Pero visto en perspectiva el viaje a Alemania en su conjunto, bien podríamos decir que el leit-motiv ha sido la Iglesia, esa realidad misteriosa que gran parte de los medios maneja con notable embarazo cuando no con agria hostilidad. Esa realidad, "el don más bello de Dios", se atrevió a decir el Papa en Berlín, en cuyo interior cunden a veces el mal humor y el desasosiego. Esa barca en la que parecen pugnar los diseñadores de estrategias y los preocupados tan sólo por un discurso correcto, mientras el pueblo fiel vive en la intemperie de un mundo crecientemente alejado de Dios.

Desde que hace treinta años me cautivó la "Meditación sobre la Iglesia" de Henri de Lubac, no había escuchado una sinfonía semejante a la que ha compuesto el Papa Ratzinger precisamente en su tierra, uno de los lugares en los que la barca atraviesa océanos más agitados en esta hora. El Papa de las cumbres teológicas ha querido recordar en Friburgo una alegre canción que generaciones de católicos han entonado con convicción: "doy gracias al Señor porque inmerecidamente me ha llamado a su Iglesia". Para muchos ha cesado hoy ese alegre canto. Para muchos la Iglesia se reduce ahora a una barca herrumbrosa, al campo de los escándalos, a una maquinaria pesada que coarta la libertad, a una organización a la que cada cual querría dar forma según su personal inclinación. Y Alemania, para dolor del Papa, descuella en estos asuntos.

Por eso es realmente conmovedor que el hombre que no ha temido exponer las llagas del cuerpo eclesial al aire libre, se haya lanzado a pecho descubierto a mostrar la belleza eterna de la Iglesia, esa que no pueden oscurecer ni los escándalos internos ni los acosos exteriores. Esa belleza que brilla incluso a través de la debilidad evidente de sus miembros, porque procede de otro origen. "¡En la medida en que uno ama a la Iglesia de Cristo, posee el Espíritu Santo!" decía San Agustín, y Benedicto XVI se lo ha recordado a los que siempre invocan la libertad del Espíritu (que sopla donde quiere) en oposición a la supuesta rigidez del cuerpo. No se puede seguir al Espíritu cuando se aborrece al  cuerpo en el que habita.

En muchos pasajes reconocemos la emoción del pastor que busca apasionadamente a cada uno de sus hijos, que les llama a permanecer, que les recuerda el pan caliente sobre la mesa y el techo abrigador en medio de la tormenta. A veces en forma de súplica,  otras de severa pero afectuosa admonición. Y el pueblo ha reconocido su voz. La reconocieron en el Olympiastadion de la descreída Berlín, en la Turingia hija de la Reforma, donde ha perseverado una heroica comunidad, y en la refinada Friburgo, donde se desbordó el afecto de la multitud. 

Al Comité Central de los Católicos Alemanes le habló sin tapujos de una desproporción entre la eficiencia de las estructuras y la debilidad de la fe en el Dios  vivo. Y a quienes son portavoces de buena parte de la interminable retahíla de peticiones de reforma, les repitió que "la verdadera crisis de la Iglesia en el mundo occidental es una crisis de fe... si no llegamos a una verdadera renovación en la fe, toda reforma estructural será baldía". Pero seguramente ha sido el discurso ante un grupo de católicos alemanes comprometidos en diversas iniciativas sociales donde Benedicto XVI ha trazado con más precisión su propuesta para la renovación de la Iglesia hoy. Y esta ruta vale para todo el mundo (especialmente el mundo occidental) no sólo para Alemania. Ciertamente, existe la necesidad de un cambio, de una conversión continua, cuyo motivo fundamental y cuya regla de medida es sólo la fidelidad a la misión encomendada por Cristo a los apóstoles.

Este cambio no consiste en adaptarse al mundo para acompañarle dejándolo intacto. "La Iglesia, precisa el Papa, debe hacer una y otra vez el esfuerzo para separarse de lo mundano del mundo". Y en ese sentido, las épocas duras de la historia, las de persecución o secularización, contribuyen providencialmente a que la Iglesia se purifique y se reforme interiormente. "Liberada de su fardo material y político, la Iglesia puede verdaderamente estar abierta al mundo... puede vivir con más soltura su tarea misionera, su ministerio de adoración a Dios y de servicio al prójimo".

La parte final de este discurso es una auténtica intensificación de la sinfonía. Primero, al recordar que la Iglesia no debe buscar aumentar su propio poder ni su propia influencia, sino ayudar a los hombres a reconocerse a sí mismos y conducirlos a quien es su Señor. Y después advierte contra la tentación de buscar tácticas para relanzar a la Iglesia: lo que es necesario es "abandonar todo lo que es mera táctica y buscar una total sinceridad que viva plenamente la fe en el presente, despojada de lo aparente, de lo que es mero hábito o convención". 

Pero hay otra joya imprescindible sobre la Iglesia en este viaje. La respuesta que el Papa da a los seminaristas de Friburgo que le preguntan sobre el movimiento "Nosotros somos Iglesia", que desde hace años desafía a los obispos y a Roma con una estrategia de lucha revolucionaria. Merece la pena transcribir este pasaje pronunciado por Benedicto XVI sin papeles, directamente desde el corazón: "nosotros somos Iglesia, sí, es verdad... pero el "nosotros" es más amplio que el grupo que lo está diciendo; el "nosotros" es la entera comunidad de los fieles, de hoy, de todos los lugares y de todos los tiempos.
 
En la comunidad de los fieles... no puede jamás darse una mayoría contra los apóstoles y contra los santos: esa sería una falsa mayoría. Nosotros somos Iglesia, ¡seámoslo!, ¡seámoslo precisamente en el abrirnos y en el andar más allá de nosotros mismos, siéndolo junto a  todos los demás!".