El pasado día 13 de este mes de julio se cumplió el 80º aniversario del alevoso asesinato de Calvo Sotelo, jefe del Bloque Nacional, que prendió la mecha de la guerra civil española. Algunos se han hecho eco de esta trágica efemérides, pero a mi juicio, no terminan de entender la raíz oculta de tan terrible suceso.

Los autores del crimen quedaron inmediatamente identificados, entre otras razones porque eran de sobra conocidos. Se trataba de matones de la escolta personalísima de Indalecio Prieto, conocida por la Motorizada, acompañados por algunos guardias de asalto afines al partido socialista, bajo el mando del capitán de la Guardia Civil, en situación de expectativa de destino desde hacía meses, Fernando Condés, masón, socialista e instructor militar de este grupo de facinerosos.
 
El autor material de los dos disparos en la nuca, al más puro estilo chequista, que acabaron con la vida del diputado monárquico, fue el pistolero profesional, miembro de aquella siniestra banda de matones, llamado realmente Victoriano Cuenca, Victoriano y no Luis, como se dice en casi todas partes. Luis Cuenca, incapaz de matar una mosca, fue un celebrado actor secundario que intervino en numerosísimas obras de teatro y películas, fallecido a principios del 2004. Victoriano y su compinche Fernando Condés murieron a muy poco de comenzar la guerra en el frente de Somosierra.

Pero si sabemos quiénes cometieron el crimen, confusión de nombres aparte, no está tan claro por qué lo hicieron. La leyenda más socorrida lo atribuye a una venganza por el asesinato, unas pocas horas antes, del teniente de la guardia de asalto, José del Castillo Sanz de Tejada (instructor de las milicias socialistas y también masón), cuyos motivos y ejecutores distan mucho, tras tantos años, de haber sido aclarados.

Unos autores lo atribuyeron a una represalia falangista, mientras que el hispanista irlandés nacionalizado español y afecto al socialismo, Ian Gibson, en su libro La noche que mataron a Calvo Sotelo (1982), lo carga en la cuenta de un comando carlista en venganza por las graves heridas que sufrió el estudiante tradicionalista, José Llaguno Acha, causadas por disparos del propio teniente Castillo, intentando reprimir el entierro, convertido en gran manifestación, del alférez De los Reyes, perteneciente a la Benemérita, el 16 de abril de 1936. En esa misma acción murió Andrés Sáenz de Heredia (otros lo llaman Antonio), primo de José Antonio, asimismo muerto por la guardia de asalto que dirigía Castillo.

La tesis de Gibson, historiador de dudosa objetividad, no deja de ser, a mi juicio, una cortina de humo para desviar la atención de los verdaderos motivos que llevaron al asesinato del jefe de la derecha monárquica. De abril a julio pasaron muchos meses para que la vendetta carlista no se hubiera producido antes, por ello, es poco verosímil esta hipótesis. Intentemos, pues, abordar el caso desde otro punto de vista más plausible.

El Gobierno de Casares Quiroga, lacayo de Azaña, debía de tener sobrada información de que en numerosas guarniciones, en particular las de África y las insulares, se oían ruido de sables, pero no terminaban de salir a la calle en plan golpista. Pasaban las semanas y no se movía nadie. Mola tenía problemas con los carlistas de Navarra para sumarlos al alzamiento.

Los falangistas, con José Antonio encarcelado en Alicante, aunque eran pocos, también ponían sus pegas. Franco, siempre cauto, veía con simpatía el movimiento militar que cocinaba Mola, pero no acababa de inclinarse a su lado porque dudaba de la madurez de la fruta para alcanzar un éxito rápido. También vacilaba, y mucho, el jefe de la tercera división orgánica (antigua región militar), con cabecera en Valencia, Martínez Monje (asimismo masón, como el general Cabanellas), que al final no participó en la convocatoria, dejando en la estacada a los carlistas y monárquicos valencianos que habían decidido sumarse a la sublevación. Muchos de ellos pagaron con su vida la espantada del jefe militar.

En esta tensa situación, el Gobierno decidió dar un golpe de mano, provocando a los conspiradores, con un magnicidio atroz, que les obligara a levantarse en armas, ¡ya! El rencoroso Azaña, que odiaba a los españoles porque no le habían reconocido el inmenso talento intelectual y literario que según él mismo tenía, el cobardón escudero Casares Quiroga, y el eterno intrigante Indalecio Prieto, siempre en connivencia con el alcalaíno para destruir todo lo que se pusiera por delante (don Alejandro Lerroux, Alcalá Zamora, la anulación de las actas de numerosos diputados de las derechas, etc.), trataron de repetir la operación de la “sanjurjada” de agosto del 32.

Tenían pleno conocimiento de lo que planeaba el general Sanjurjo sin necesidad de muchos confidentes, porque los comprometidos organizaban el golpe en los veladores de los cafés. Pero Azaña, en lugar de anticiparse y detener a los manifiestos conspiradores, esperó con absoluta sangre fría a que prendieran fuego al castillo de fuegos artificiales, para pillar a todos los sublevados con las manos en la masa.

En julio de 1936 seguramente pretendía repetir la jugada que tan bien le había salido cuatro años antes, y, de ese modo, arrasar a la derecha, tanto militar como civil, dejando el camino expedito para instaurar la dictadura republicana jacobina a la mejicana, en la que soñaba. Sin embargo, la situación se había envenenado de tal modo, que ya no cabían paralelismo ni juegos florales de aprendices de brujo. De todos modos, no era Calvo Sotelo el primer elegido para esta provocación monstruosa, sino Gil Robles.

No obstante, el jefe de la CEDA tenía la precaución, dadas como estaban las cosas, de rotar casi a diario de lugar de pernocta, y los fines de semana largarse a Biarriz, al otro lado de la frontera, donde había establecido la familia. Pero en vista de que no dieron con el primer pez gordo que buscaban, los matones siguieron calle de Velázquez arriba para detener y asesinar al segundo de la lista, don José Calvo Sotelo. Excusa: represalia por el asesinato del teniente Castillo. Infinita desproporción entre el valor político de un personaje y otro.
 
Esa inmensa desproporción fuerza a pensar que los pistoleros de la escolta de Prieto y los guardias de asalto de su mismo entorno no actuaron espontáneamente por su cuenta porque de sobra tenían que saber que con semejante asesinato prendían la mecha de la guerra civil. Luego, ¿estuvo Prieto detrás de tan alevoso crimen? ¿Conoció de antemano Azaña lo que iba a pasar? ¿Lo supo Casares que en este caso informaría de inmediato al jefe del Estado? Calvo Sotelo fue amenazado en las Cortes por los jerifaltes de la izquierda.

Pero también lo fueron Gil Robles, Antonio Goicoechea, líder de Renovación Española, José Antonio (ya preso) y otros muchos hombres de derechas. Era el clima de guerra civil larvada que se vivía en España. Los militares no hicieron más que intentar atajar el caos que se vivía en la calle, empleando los “argumentos” de su oficio.