Hablaba no hace mucho con una amiga que contaba haber recibido una gracia especial. Tras un periodo de enfermedad y mucha debilidad, entendió que reconocer y aceptar la propia fragilidad era una gran gracia para el cristiano.

Y pasado un tiempo, se reconoce así: “débil, frágil y fuerte” a la vez, y lo explicaba con una sonrisa y sobre todo con mucha paz.

Algo así debe ser la cruz en nuestra vida, se padece, se acepta y finalmente habitando en ella se percibe la fortaleza sobrenatural que Dios regala.

Ese ‘paso’ constante de la cruz en nuestra vida, es algo así como cuando era pequeña y vivía en aquellos grandes bloques sin ascensor, donde grandes familias numerosas conformaban nuestro paraíso en la tierra. En nuestra escalera, había unos vecinos de esos rancios, extraños y ajenos a la común felicidad del resto de las familias. Un amigo, “el del cuarto”, cuando pasábamos por la puerta de la extraña familia, decía irónicamente “huele a Tata incinerada”. Esa frase la he recordado muchas veces, siempre me ha hecho gracia. 

 Aquellos maravillosos años, que se asemejaban al comic de Rue del Percebe 13. El niño que se comía bombillas, el padre que salía a garrotazos corriendo detrás de su hijo, la vida imposible para la portera y el conserje, siempre regañando a los insoportables niños. Los años de los pantaloncitos cortos de gomaespuma, tan cortos, tan cortos que asomaba el calzón. Años felices de “Tatas incineradas”, las cruces asomaban, pero la ingenuidad infantil prescindía rápidamente de ellas.

Ahora, por lo que sea, trato de unir la frase de “huele a Tata incinerada” con la experiencia de la cruz, y cuando la pongo en práctica, con sentido del humor, la cosa sale bien.

Las “Tatas incineradas” son aquellas personas o circunstancias, que por lo que sea, suponen una cruz para nosotros, la diferencia está en pasar de largo por delante de la puerta y pensar o decir: “éste o ésta es tan insoportable que prescindo de esa persona”, o al contrario, mirarla de frente y decirse a uno mismo “sí, huele a Tata incinerada, pero habrá un porqué que ignoro y quien tiene que incinerar algo debo ser yo, no el otro”.

Detenerse en el rellano de la puerta y aceptar (con disgusto para nuestra naturaleza egoísta), que un cristiano no debe pasar de largo, por muy costoso que resulte. Esa es la salida fácil, pero no es la cristiana. La salida cristiana es la puerta del sufrimiento ofrecido con amor y con la confianza de que algo bueno obtiene con ello el Cuerpo Místico, aunque no veamos más allá de nuestras narices.

Quizá ahí esté esa radicalidad de la caridad que Cristo vino a enseñarnos con la “Ley del Amor”. Quien afirme que amar continuamente es fácil, creo que no conoce el amor. O será que aún yo no me entero de qué va esto.

Pero quien se preste a que algún día Dios sea quien ame a través suyo, posiblemente sí  haya entendido y experimentado ese amor único personal de Dios, a uno mismo, y a “la Tata incinerada que tan mal olor desprende”, sea la que llevamos dentro cada uno, o la ajena que nos hace sufrir.

Me recuerda esa idea de “amar lo que Cristo mira”. Por más que se quiera, mirar las cosas con la bondad de Dios es un don, que llega si se lo suplicamos y si El decide concederlo.

Las cruces reales son así, como “Tatas incineradas”, en nuestra mano está pasar de largo, detenernos en el rellano y mirar de frente y con humor afirmar  “sí, Señor, así es, huele a Tata incinerada, el pecado huele mal, pero dame Tu Gracia y seré capaz de amar”.