Se mire por donde se quiera mirar, lo sucedido en Cataluña, donde unos cuantos individuos intentaban impedir la entrada de los políticos al Parlamento catalán, es un ataque frontal a la democracia. El sistema democrático debe combinar la creatividad y la crítica, el reconocimiento de la falibilidad del sistema y de las capacidades humanas, incluso la dimisión de políticos mediocres y corruptos, irresponsables que ni siquiera reconocen en su momento la crisis, ni les preocupa o sostienen no percibir el clima de crispación social existente. Pero conditio sine qua non en un estado de derecho es respetar las reglas de juego y la sociedad de deberes, la insoslayable realización de un buen ejercicio de la libertad.

La amargura y el desencanto de los “indignados”, al comprobar que había que reintegrarse a la vida cotidiana y encontrarse con la realidad de que el sufrimiento carece de límites, deviene apenas un mes deformidad moral. Es verdad que nadie puede ser feliz sin participar en la felicidad pública, ni libre sin la experiencia de la libertad pública, ni feliz ni libre sin comprometerse con lo que uno debe  implicarse cada día. Pero a nadie le está permitido el mal. El uso de la coacción, la intimidación y la violencia siempre serán un paisaje denostado por el buen juicio y la normal convivencia de una sociedad siempre abierta a mejorar, pero no a sufrir la impunidad de unos cuantos ciudadanos que convierten el espacio público en escenario para actuar políticamente. 

Algunos pensábamos que el 15-M se desvanecía con el desalojo de la acampada de la puerta del Sol, que un grupo tan pequeño no tardaría en desaparecer por su carácter ideológico y anárquico. Pero cuando uno cree que se ha terminado el problema, está todo perdido. Estamos asistiendo a la quiebra del espacio público, donde la formación de opiniones se convierte en estados de ánimo exaltados, y la libertad de hacer uso del espacio público lleva a una actitud totalitaria. La posibilidad de hacer frente a los abusos del poder realizados por personas privadas o por gobiernos democráticamente elegidos no admite usar la libertad de manera licenciosa y arbitraria.
 
Los “indignados”, conscientes de que el poder surge cuando se actúa junto a otros y desaparece cuando se dispersan, no cejan en su empeño de movilización, y necesitaban un desahogo mayor. Pero se equivocan cuando han pasado de sentirse opresores a oprimir, de convertir sus opiniones en estados de ánimo ulcerosos, asumiendo la función de instigadores, ya no víctimas, de la injusticia y de la violencia.

Fue Churchill quien advirtió que “la democracia es la peor forma de gobierno, a excepción de todas las demás”. Con ello quería decir que no hay ninguna forma de gobierno buena. Es posible que los “indignados” aspiren a una sociedad mejor. Y eso siempre será bueno. Pero en la medida en que se pretenda conseguir una sociedad perfecta se estará en contra de la democracia, por la sencilla razón de que la política consiste en elegir el mal menor. Si es verdad que se puede ser esclavizado no sólo por un dictador, sino también por el propio Estado, o por una clase dominante que no protege las minorías ni defiende a los más débiles, arrastrando así al infortunio a muchos, también es cierto que mi libertad tiene unos límites, los propios de la convivencia.

No existen soluciones fáciles mientras haya hombres ambiciosos, sedientos de poder que empobrecen a una nación: los ordenamientos sociales no pueden ser mejores que los miembros que los representan, ni un estado democrático mejor que sus ciudadanos. La democracia siempre será la mejor respuesta, no sólo porque nos permite destituir Gobiernos sin el uso de la violencia, sino también porque posibilita  buscar juntos la verdad, practicar la ayuda mutua y ejercer cada uno su propia responsabilidad.