“La yaya estaba malita y se ha ido al cielo con Jesús, para que la cure. ¿Cómo se ha ido al cielo? ¿La habéis visto marcharse?” Es la lógica, sencilla y misteriosa, de un niño de cinco años. Y el reflejo de una realidad humana presente desde siempre y para siempre en los hombres y mujeres de todos los tiempos. Sabemos que la muerte está presente, que cada día nos va mordiendo un poquito, a nosotros y a cuantos están a nuestro alrededor, y al mismo tiempo sentimos una sed de eternidad, la creencia de que hay algo más después de esta vida.
 
Vivimos nuestra existencia salpicada de momentos maravillosos y de momentos dolorosos; ésa es la vida humana. Tiempo de gozar, tiempo de llorar. Un camino de rosas, flor con espinas pero flor inmensamente bella. Vamos recorriendo este valle de lágrimas, con momentos duros, de llanto, pero también con la alegría de disfrutar de un valle verde, fresco, hermoso vergel lleno de buenos momentos, de cariño, de amor. ¿A qué damos más importancia? ¿Qué queda más grabado en nuestra memoria y en nuestro corazón? De nosotros depende; y muchas veces el llanto no es desprecio de la belleza de esta vida, sino expresión del amor por la persona que se va.
 
El pasado domingo recordábamos la gran figura de Juan Pablo II, ese “yayo” (permítaseme la expresión) que estaba malito y Jesús se llevó al cielo. Recordábamos el pasado domingo su grandeza, su cercanía, su capacidad de sufrimiento y su desgaste por la Iglesia, día a día, hora a hora. En sus primeros años, rebosante de fortaleza física, recorrió tierras y mares difundiendo la Buena Noticia: Cristo te ama; por eso no tengas miendo de abrir el corazón a Cristo de par en par. Y con el paso de los años, él mismo nos enseñó a abrir el corazón a Cristo, a no tener miedo a nadie ni a nada, ni siquiera a la enfermedad o al dolor físico. En sus últimos años fue un icono de Cristo crucificado, clavado a la cruz que llevaba como báculo, y sin miedo a seguir gritando a los jóvenes, sus predilectos: “No tengáis miedo al amor de Cristo, a abrir las puertas a Cristo de par en par”.
 
Desde el inicio de su pontificado nos recordó que en Jesucristo y su encarnación reside la clave de bóveda de la exitencia humana. Jesucristo revela el hombre al propio hombre, y lo revela con su amor, y porque Él es el amor. “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre”, lloró con llanto y corazón de hombre.
 
Al final de la vida, para creyentes y no creyentes, queda lo hecho por Dios y por los demás. Cuántas personas a nuestro alrededor hay así, los don nadie, de los que a veces nos damos cuenta sólo cuando faltan. Y sin embargo son las personas que dan color y calor a nuestra vida.
 
Ese amor, el recuerdo de un corazón que siempre ha amado a los que estaban a su alrededor, llena, hasta donde se puede, el vacío que deja la yaya malita que se ha ido al cielo, para que Jesús la cure.