En un artículo anterior me refería a cuatro tipos de conversiones, pero sólo expliqué dos. Hoy hablaremos de las otras dos. Decía sobre ellas: 3) la conversión de aquellos que en un momento determinado deciden seguir a Cristo con todas sus consecuencias y 4) la conversión de la sociedad, que así como en un momento dado puede descristianizarse, también puede reencontrarse con Cristo.

El tercer tipo de conversión es la conversión radical de una persona, ya entregada a Dios, pero que en un momento determinado, como pueden ser un retiro o unos ejercicios, penetra más a fondo en el significado de su opción por Cristo, siendo su vida posterior expresión de este su más profundo acercamiento a Dios. Ésta sería una nueva conversión, pues esta persona sería el hombre nuevo paulino (Rom 6, 4-6; Ef 4, 22-24; Col 3, 9-10).

El ejemplo más perfecto de esta actitud lo encontramos en Lc 1, 38: “María contestó: ‘He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra’”. Pero a mí me ha impresionado mucho este texto del cardenal vietnamita Van Thuân, quien después de su detención escribe: “Una noche, desde el fondo de mi corazón, oí una voz que me sugería: ‘¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has hecho y deseas seguir haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, de hogares para estudiantes, misiones para evangelización de los no cristianos… todo eso es una obra excelente, son obras de Dios, pero ¡no son Dios! Si Dios quiere que abandones todas estas obras, poniéndolas en sus manos, hazlo pronto y ten confianza en Él. Dios hará las cosas infinitamente mejor que tú; confiará sus obras a otros que son mucho más capaces que tú. ¡Tú has elegido sólo a Dios, no sus obras!’”. En pocas palabras: escoger a Dios mucho más que sus obras.

El cuarto tipo de conversión hace referencia a la conversión de la sociedad. En muchas de mis Misas, en la oración de los fieles pido por la recristianización de España.

La invitación a la conversión procede del Reino de Dios que se acerca (cf. Mc 1, 15). Lleva consigo el retorno a Dios y a su Reino, del que la Teología nos dice que ya se ha iniciado, aunque todavía no ha llegado a su plenitud y que supone “buscar primero el Reino y su Justicia” (Mt 6, 33), lo que supone llevar a cabo con nuestra tarea apostólica, cambios profundos en nuestro medio social.

Es evidente que en muchas partes de Occidente, el Cristianismo no está de moda. Hasta hace poco, la transmisión de la fe contaba con un gran apoyo sociológico. El ambiente social, la escuela y las tradiciones populares eran transmisores de una visión creyente de la vida. Pero hoy se puede decir que se ha perdido casi totalmente esta primera evangelización en nuestra sociedad, e incluso muchos matrimonios, por no hablar de los otros tipos de relaciones, no transmiten ya los valores religiosos y evangélicos, por lo que domina una cultura no cristiana que pone su énfasis en el hombre mismo, en su autonomía moral, en el dominio del mundo por la ciencia y la técnica, en el disfrute inmediato de todo, en una vida exclusivamente pagana y terrena. Vivimos en una época en que se ha oscurecido el sentido del pecado, como ya señalaba Pío XII, con una ética que relativiza la norma moral y la repercusión social de nuestras malas acciones, que afectan muchas veces muy directamente en los demás, como sucede con la violación de los derechos humanos o de los grandes principios morales, como pueden ser la Justicia, la Paz y el Bien Común. El prescindir totalmente de Dios, o, peor todavía, su rechazo, han llevado o están llevando a nuestra sociedad a las aberraciones del totalitarismo.

¿Qué podemos hacer para remediar esta situación? Ante todo, nuestra conversión personal. Como decían San Juan XXIII y Santa Teresa de Calcuta: “Si Vd. y yo nos convertimos, habrá dos sinvergüenzas menos”, lo que supone la transformación religiosa y moral de toda la persona, con consecuencias en el modo de vivir. La recristianización supone abrirse hacia las dimensio­nes social y comunitaria. Por supuesto, no hay renovación verdadera sin cambio personal interior, pero este cambio tiene necesariamente una dimensión social por la que tratamos de conseguir unas estructuras y una sociedad más justa.

Los cristianos estamos invitados, personal y solidariamente, a responder a los llamamientos del Evangelio: el saber perdonar y compartir, la lucha por la justicia, la acción apostólica, la oración son actos que suponen un compromiso personal. Pero la conversión y reconciliación que la Iglesia está llamada a vivir es más que la suma de las conversiones individua­les, sin olvidar que también Ella, de la que nosotros somos parte integrante, tiene a veces que cambiar de actitud y comportamiento, rehusando cerrarse en sí misma y evitando la exclusión de los débiles y marginados.

Pincha aquí para leer la primera parte de este artículo.