Es curioso observar la sorpresa con la que la gente se enfrenta al suicidio. En las últimas semanas he percibido el desconcierto por la muerte de dos jóvenes que sin conocerse, compartieron un mismo final y, quizás, también un mismo perfil. Son hombres anónimos, desconocidos, hasta que su vida entra en una terrible crisis y sus pasmosas muertes inundan su desgraciada leyenda entre miles y miles que nunca sabrán quiénes fueron realmente. En este caso, se sabe que eran jóvenes – alrededor de los treinta años -, buen trabajo, buen expediente académico, deportistas… Para quienes los conocían, eran gente normal de la cual jamás sospecharon un desenlace semejante. Y esto sorprende, claro está, porque apunta a dos conclusiones fundamentales: la primera es que, como si fuese una película de zombis contagiosos, todos estamos acechados por la misma amenaza, porque todos somos tan aparentemente normales como los fallecidos. La segunda, y la más increíble, es que la gente que los conocía, no los conocía para nada.
           
Según los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) en 2010, en España nueve personas se quitan la vida cada día. También revela que lo hace el triple de varones (78,31 por ciento) que de mujeres (22,56 por ciento) y que, sorprendentemente, el número total de suicidios en España ya supera al de los accidentes de tráfico. Y no es este un mal achacable solamente a nuestro país porque la Organización Mundial de la Salud (OMS) constata que se suicida una persona cada 40 segundos y asegura que es la primera causa de muerte violenta en el mundo, dado que se producen un millón de suicidios al año (y 20 millones de intentos), lo que supera a las muertes por guerras y homicidios juntos.
           
Esta realidad, los suicidios son especialmente acuciantes en Europa y en el mundo occidental. En esta Europa desarrollada, opulenta, que ahora se duele de una crisis financiera empujada por la ausencia de principios, donde la espiritualidad se ha diluido tanto que los hombres y mujeres religiosos son observados como seres irracionales y supersticiosos - y hasta arrinconados por su forma de pensar -; en esta Europa, digo, quizás no sea tan sorprendente entonces que un vecino tuyo se tire a las vías del tren. Más bien no es nada asombroso, sino algo probable, si atendemos a las estadísticas.
           
Como siempre comento a mis alumnos, evidentemente algo no funciona bien en nuestra sociedad, y esto es algo obvio, avalado por estos espantosos indicadores. ¿Qué está sucediendo? ¿Qué sociedad es esta que, con la esperanza de vida más alta de la historia, nos empuja a la muerte?
           
Quizás, desde mi punto de vista, deberíamos empezar a plantearnos que algo falla en nuestras relaciones personales, algo que facilita el suicidio, que evidentemente se produce por la ausencia total del sentido de la vida. En general, sin personalizar en nadie, creo que las relaciones entre los hombres se establecen superficiales, cada vez más distantes y engañosamente egoístas. ¿Cómo explicar pues que te sorprenda que un amigo tuyo se quite la vida? ¿Cómo no percibir nada hasta que ya todo sea inevitable? ¿Y esos cientos y cientos de amigos que creemos que tenemos en twitter o en facebook? ¿Acaso eso es amistad? ¿Acaso nuestras relaciones digitales nos permite, en la mayoría de los casos, conocernos? ¿Acaso entablamos relaciones por amor al prójimo o simplemente porque me convienen?
           
La realidad es que, en una sociedad tan suya, tan narcisa y mezquina, no siempre acabamos de encontrar a quien necesitamos, a aquel que nos mira con cariño para escucharnos, acompañarnos y, a veces, orientarnos en lo que es mejor para nosotros. Nos relacionamos como islas, entre redes sociales vertiginosas que nos acercan y nos alejan a la vez, como boyas en alta mar. Vivimos mirándonos el ombligo y, cuando miramos el de quien nos acompaña, muchas veces es porque nos interesa y porque nos conviene. Hasta que me deje de convenir, claro. Y así, poco a poco, nuestros lazos, nuestras redes, dejan de tener el acero de las de araña – un acero que nunca tuvieron-, sino más bien son resbaladizas y endebles, como si fueran de confeti.
           
Entonces nos quedamos solos, frente a nosotros mismos, en silencio – eso que no solemos hacer -, y nos vemos nada. Solos. Completamente. La nada.
           
En ese momento, toda esa costra de superficialidad cimentada en nuestra mirada se ha solidificado tanto, tanto, que como un Edipo ciego y errante ya apenas nos importa vivir o morir. En realidad, muy pocas veces hemos pensado en la muerte, muy pocas veces nos hemos dado un buen chapuzón en nuestro interior. Durante nuestra vida, ¿cuántas veces nos hemos esforzado por buscar nuestro verdadero sentido? ¿Cuántas veces hemos llenado de ruidos nuestros sinsentidos? ¿Cuántas veces hemos salido en la oscuridad de la noche en busca de ese Dios al que hemos desdeñado desde nuestra indiferencia?
           
Es difícil esa búsqueda. No por inalcanzable y oculta, sino porque debe ser constante y humilde. Es como aquel hombre que construyó sobre la arena, y aquel otro necio que perseveró en su tiempo, y acabó cimentando sobre la roca.
           
Pensemos qué es lo más prioritario para nuestras vidas. Pensemos dónde arraiga realmente el amor. Vivir desde la indiferencia queda comprobado que no nos conduce a la felicidad. No se puede vivir sin preguntas; mucho menos sin respuestas. No se puede vivir de espaldas a Dios, porque quizás acabemos por darle la espalda al mundo.
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