Siempre he sentido mucho la llamada lanzada en primer lugar por Juan Pablo II y ahora por su sucesor Benedicto XVI para una nueva evangelización que arranque de los orígenes, del Kerigma, del anuncio cristiano de un Dios que se hace carne, muere por nosotros sobre la cruz y resucita. Me impresiona el hecho de que, en los tres primeros siglos de historia cristiana, este anuncio haya estado siempre ligado a grandes ciudades.
 
En aquella primera etapa aquellos que no acogían la fe cristiana eran los habitantes de los pueblos, de los “pagos” precisamente, de donde proviene la definición de “paganos”. En efecto, el cristianismo fue desde el comienzo un fenómeno urbano. Jesús dice: “Es necesario que yo suba a Jerusalén”, quiere entregarse en la ciudad corazón de Tierra Santa. Pablo rechaza el inminente juicio, del que probablemente habría resultado absuelto, porque quiere ser trasladado a Roma y ser juzgado por el Emperador.
 
También otros Apóstoles y Evangelistasse dirigen hacia las grandes ciudades de la época. Juan va a Éfeso, importantísimo centro religioso, mientras Marcos se dirige a Alejandría. Recuerdo esto porque, en realidad, cómplices también de una cierta vena ambientalista, noto frecuentemente en los católicos sobrevivientes una nostalgia por la vida rural, por la pequeña parroquia de un pueblo perdido, por las relaciones humanas de personas que se conocen entre sí.
 
Recomenzar desde los orígenes significa eliminar todos los miedos y recelos por las grandes ciudades, reanudar precisamente desde allí, obviamente sin despreciar las provincias y los pueblos, pero recordando que, con un repliegue bucólico, el cristianismo estaría renegando de sus orígenes.
 
¿Por qué el primer anuncio cristiano ha preferido las ciudades?  Porque con las ciudades, que surgen poco a poco cuando las poblaciones nómadas abandonan el nomadismo y se tornan residentes, ha nacido la historia. El cristianismo es Dios que se encarna en la historia y tiene necesidad de una ciudad, de un lugar donde los destinos humanos se entrecruzan. “La ciudad es el destino del hombre”, decía Le Curbousier. Y ahí resuena con eficacia el Evangelio.
 
No olvidemos que la ciudad es el lugar de la libertad, de una libertad que no está dicho que sea igual en los centros más pequeños, donde todos se conocen y donde prevalecen los grupos sociales, clanes familiares, etc. En la tristemente famosa inscripción, que se encuentra sobre la puerta de entrada al campo de Auschvitz, se lee Arbeit match frei, el trabajo hace libres. Pocos saben que esta expresión no es más que la paráfrasis trágicamente irónica – devenida en símbolo de un lugar de horror y de exterminio – de un proverbio alemán: Stadt Luft match frei, esto es, los aires de la ciudad nos hacen libres. Porque libra al hombre de las ataduras al clan o a la tribu, que frecuentemente lo protegen, pero que también lo paralizan.
 
Si nosotros llevamos en el corazón la nueva evangelización, si queremos verdaderamente retornar con el anuncio cristiano, no sólo no debemos tener miedo de la ciudad, sino que debemos recordar que el que le tiene miedo olvida la vocación primitiva del Evangelio que debe resonar allí donde se hace la historia y las conciencias son libres.

Traducción del italiano de José Martín.
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